Gracias, vientre leal

«A nadie», le había dicho el Colorado, «a nadie, ni siquiera a tu mujer. ¿Estamos?» Y él había contestado: «Estamos». «Ni el menor indicio, ¿eh? Bastante caro hemos pagado ya esos y otros liberalismos. Y la acción de mañana es particularmente riesgosa. Aun extremando las medidas de seguridad, vos y Alfredo van a correr mucho peligro. Eso lo sabés, ¿verdad?» «Está bien, está bien», había dicho él. El Colorado había resoplado antes de concretar: «Bueno, a las siete te recogerá Alfredo en Durazno y Convención».

Ahora Marta le servía lo que ella denominaba «costillitas de cerdo a la riojana, versión libre». Siempre, para bromear, le ponía un papelito sobre el plato con el menú del día. Ñoquis a la romana. Escalope a la viena. Crême parmentière. Y así por el estilo. Esto de «a la riojana» le había quedado de cierta vez que fueron a Buenos Aires y a él le había gustado aquella combinación.

Era la época en que todavía podían ir de compras cada tres meses, y de paso veían cine, teatro, exposiciones. A ellos, que en Montevideo vivían rodeados de padres, suegros, tíos, primos, sobrinos, aquellas escapadas les servían como una puesta al día de su mejor intimidad. Se sentían más unidos, más pareja, caminando del brazo por Corrientes que en su propia casa donde había ojos en todos los rincones y en todos los retratos. Pero hacía tiempo que esas «lunas de miel» se habían acabado. Ahora había que hacer milagros con la plata.

-¿Te llamó tu madre? -preguntó Marta.

-Sí. Veinte minutos. De un tirón.

-¿Qué quería?

-Lo de siempre: compasión. Pobre vieja. Cómo se mira el ombligo. El mundo puede venirse abajo, pero para ella no hay nada más importante que el almacenero que le cobró de más y le pesó de menos.

-¿Sabés lo que pasa? Es bravo llegar a los setenta, y estar sola, y no haber hecho otra cosa que pensar en sí misma. Además, a esa edad, ¿vas a pretender cambiarla?

-Ni se me ocurre. Apenas si alguna vez le digo: «Vieja, ¿por qué no lees los diarios? Así a lo mejor te enteras de que la gente muere de hambre en el Nordeste brasileño, de los niños que en Vietnam son quemados diariamente con napalm, y también de los botijas que aquí en tu país, no han probado jamás leche. Enterate de todo eso y vas a ver cómo mañana vas corriendo a darle un besito al almacenero que, con toda humildad, apenas si te afanó treinta pesos».

Cuando iba por la mitad de la última frase, se fijó de pronto en lo linda que estaba Marta esta noche. No venía nadie, y sin embargo se había puesto el vestidito azul. O sea que era para él, nada más que por él. Simultáneamente con la comprobación de lo bien que le quedaba el vestido, le vinieron unas tremendas ganas de quitárselo. Pero se contuvo.

-Que linda estás hoy.

-¿Hoy nomás?

Ese juego de frases era casi una tradición entre ellos. Tenían varias series de esos dialoguitos automáticos. A veces funcionaban bien y provocaban otros dialoguitos, esto sí improvisados. Otras veces, en cambio, sonaban a rutina. Dependía de tantas cosas: del estado de ánimo de uno, o de los dos; de la buena o mala digestión; de la noticia desalentadora en la radio; hasta de la niebla, la lluvia o el sol, que podía registrase en la ventana del living.

-Vos en cambio estás feo.

-El hombre es como el oso, ¿no?

-Sí, cuanto más feo más espantoso.

En realidad, la variante era de él, pero ella se había reído mucho cuando él la había incorporado al folklore doméstico.

-¿Te pido algo? No limpies la cocina esta noche. Dejala para mañana.

-¿Vos me ayudás mañana?

Él vaciló, y ella se dio cuenta.

-Ah, no me ayudás.

-Mira, no voy a ayudarte mañana, porque tengo que salir temprano. Pero igual te pido que no limpies la cocina esta noche.

-Bueno, el argumento no es muy convincente.

-¿Y la mirada?

-La mirada sí.

-¿Entonces no limpiás?

-Entonces no limpio.

Todo estaba implícito. Ocho años de matrimonio, ocho buenos años de matrimonio, crean rutinas, claro, pero también crean entrelíneas, claves, contraseñas. «No tenemos que dejar que nos aplaste la costumbre», decía él a menudo. «Siempre hay que crear, siempre hay que inventar.» «¿Y yo te empujo mucho a la costumbre?», preguntaba Marta. «No, en absoluto. Porque no alcanza con que invente un solo integrante de la pareja; no alcanza con que se renueve uno solo. Algunas noches vos me hacés una caricia nueva, una caricia inédita, y fíjate qué curioso, esa caricia nueva también sirve para revitalizar las viejas caricias, como si las contagiara de su novedad.»

-Vení. Quiero quitarte yo el vestido.

-¿Qué pasa, amor?

-Nada. Sólo que quiero quitarte yo el vestido. Ya que es tan lindo.

Marta se enfrentó a él, alegre y sorprendida, como dispuesta a iniciar un juego del que aún no había captado totalmente el sentido.

-Quite, pues.

Él descorrió lentamente los cierres, desabotonó lo que había que desabotonar, y luego presionó hacia abajo. El vestido azul quedó arrollado a los pies de Marta. Ella iba a recogerlo, pero él dijo: «Después» «Se va a arrugar.» «No importa.» La hizo girar frente a sí, le desprendió el sostén.

-Realmente estás mucho más linda que cuando nos casamos.

-Pero, ¡qué pasa, amor?

-Eso es lo que quería confirmar. Ya lo he confirmado. Ahora vení.

-¿No se piensa desvestir, compañero?

-¿Lo crees necesario?

-Absolutamente.

«A nadie», había dicho el Colorado, «ni siquiera a tu mujer». Quizá por eso, él sentía oscuramente que en ese acto de amor iba a haber una trampa. Pero estaba resuelto a trampear. Estaba resuelto, aun en el instante de empezar a recorrer morosamente el cuerpo de Marta. Sus manos estaban esa noche como nuevas. Su tacto tenía hoy una increíble sensibilidad, todo lo captaba, todo lo excitaba, todo lo enamoraba. Le pareció incluso que sus manos se habían vuelto repentinamente memoriosas, ya que al acariciar un pecho, o un trozo de cintura, o un muslo, recobraba con sorpresa sensaciones muy anteriores, es decir, volvía a sentir (junto con el tacto nuevo) un recuperado tacto antiguo.

Marta advirtió que ésta era una noche excepcional. No sabía la razón. Pero dejó para averiguarlo luego. No era ésta una noche para estar pasiva, dejándose amar y punto. Era una noche para amar ella también activamente, entre otras cosas, porque se sentía invadida por un deseo tierno, fuera de serie. Él le susurraba: «Linda, tierna, buena», y ella sentía que efectivamente lo era, en ese instante al menos. Por su parte, ella no decía nada. Le gustaba que él le dijera cosas, pero ella callaba. Sólo sus ojos y sus manos hablaban. Y eso bastaba. Mientras los ojos y las manos de Marta hablaran, a él no le importaba que no hubieran palabras. Las palabras la ponía él. Siempre había alguna nueva, y la palabra nueva era como una nueva caricia, y también enriquecía las palabras de siempre.

Sólo en un instante, cuando él sintió que se conmovía casi hasta el llanto, ella abrió desmesuradamente los ojos, suspendió todo ritmo y murmuró en su oído: «¿Qué hay?» Él balbuceó promesas, pidió perdones, juró amor, pero todo en un lenguaje cifrado que ella no alcanzó a comprender. Allí el deseo reclamó sus derechos, y también esa duda quedó para después.

Quedaron fatigados, satisfechos, unidos. Él pasó el brazo bajo el cuello de Marta, y permanecieron en silencio, los dos fumando.

-Hacía mucho que… -empezó él.

-¿Verdad que sí? ¿Por qué será? Después de todo somos los mismos hoy que la semana pasada.

-Quién sabe.

-Estoy contenta, ¿sabés?

-¿De qué? ¿De que el país ande como el diablo?

-No. Estoy contenta porque nosotros andamos bien. Lo del país me amarga, claro. Pero te confieso que todavía no soy lo suficientemente generosa como para anteponer el destino del país al destino nuestro.

-¿No te parece que el destino del país nos incluye a nosotros?

-Sí, claro.

-¿Y entonces?

-Ya te dije que no soy lo suficientemente generosa.

-No es cierto.

-Bueno, a veces soy generosa casi por egoísmo. Con vos, por ejemplo. ¿Cómo no ser generosa con vos? Pero eso también es egoísmo.

-Todo mezclado, como dice Guillén.

-Pero estoy contenta. ¿Y vos?

-También.

-Estoy contenta porque intuyo que todo lo nuestro va a ir cada día mejor. Y a corto plazo.

-Ojalá Dios mejore de su sordera.

-¿Y eso?

-Es mi modo de decir que Dios te oiga.

Ella sonrió por entre el humo.

-Decime: ¿pensás seguir militando?

-Sí.

-¿Lo crees realmente necesario?

-Sí, Marta, lo creo. Sobre todo para mí, para nosotros.

-A veces tengo miedo. Todo se está complicando tanto. No sé si vale la pena el sacrificio.

-Siempre vale la pena.

-Ese miedo es la única nube a la vista. Ya han caído tantos. ¿Puedo pedirte algo?

-Claro.

-No asumas riesgos mayores.

-No hay riesgos mayores y riesgos menores. Hay riesgos. Punto. Y a ésos no pienso sacarles el cuerpo.

-Vos bien sabés a qué me refiero. No podría soportar que te pasara algo.

-No me va a pasar nada.

-Ya sé. Ya sé. Pero…

-¿Vos me querrías si supieras que le escapo a los riesgos, que me acobardo y flaqueo?

-No sé. No creas que es tan simple. A lo mejor mi cabeza te haría reproches, pero creo que mi vientre te querría igual. ¿Sabés una cosa? Mi cabeza puede atenerse a principios, y hasta asumir compromisos. Pero para mi vientre vos sos mi único compromiso. Lo que pasa es que es un vientre leal, ¿no crees?

Él siguió fumando en silencio, conmovido. Ella esperó la respuesta, luego insistió.

-¿Qué? ¿No lo crees?

-Sí, lo creo.

Y la volvió a abrazar. Esta vez sin otra intención de saberla cerca, y sentir de paso la lealtad de aquel vientre.

Se durmieron de a poco, despertándose o semidespertándose sólo para sentirse confortados con la piel del otro, como si el simple tacto los pusiera a salvo de toda desgracia.

Él se despejó por completo diez minutos antes de que sonara el despertador. Durante la noche Marta se había apartado y ahora dormía boca abajo, sin sábana: realmente una gloria. No la tocó siquiera. Se levantó en silencio, fue al baño, se vistió de apuro. La miró una vez más. En un papel garabateó una frase: «Gracias, vientre leal», y lo dejó sobre la cama en desorden.

Salió a la calle y miró el reloj: tenía tiempo justo para encontrarse con Alfredo en Convención y Durazno.

FIN