Las raíces del valor compartido

En un nivel muy básico, la competitividad de una empresa y la salud de las comunidades donde opera están fuertemente entrelazadas. Una empresa necesita una comunidad exitosa, no sólo para crear demanda por sus productos, sino también para brindar activos públicos cruciales y un entorno que apoye al negocio. Una comunidad necesita empresas exitosas que ofrezcan empleos y oportunidades de creación de riqueza para sus ciudadanos. Esta interdependencia significa que las políticas públicas que socavan la productividad y la competitividad de las empresas se derrotan a sí mismas, especialmente en una economía global donde las instalaciones y los empleos pueden moverse fácilmente de un lado a otro. Las ONG y los gobiernos no siempre han visto esta conexión.

En la visión antigua y estrecha del capitalismo, las empresas contribuyen con la sociedad generando utilidades, lo que permite generar empleos, pagar sueldos, hacer compras e inversiones y pagar impuestos. El funcionamiento normal de una empresa ya supone un beneficio social suficiente. Una empresa es, en buena parte, una entidad autosuficiente y los problemas sociales o de la comunidad son ajenos a su esfera de acción (éste es el argumento planteado persuasivamente por Milton Friedman en su crítica de la noción misma de responsabilidad social corporativa).

Esta perspectiva ha permeado el pensamiento de gestión durante las últimas dos décadas. Las empresas se enfocaron en atraer consumidores para que compren más y más de sus productos. Al enfrentar la creciente competencia y las presiones de desempeño de corto plazo de parte de los accionistas, los ejecutivos recurrieron sucesivamente a reestructuraciones, reducciones de personal y reubicaciones en regiones con costos más bajos, mientras que aprovechaban sus balances en azul para devolver capital a los inversionistas. Los resultados frecuentes fueron la commoditización, la competencia de precios, poca innovación real, crecimiento orgánico lento y ninguna ventaja competitiva clara.

En este tipo de competencia, las comunidades en donde operan las empresas perciben pocos beneficios incluso cuando aumentan las utilidades. Más bien, perciben que las utilidades son a costa suya, una impresión que se ha fortalecido durante la actual recuperación de la economía, donde las crecientes ganancias han hecho poco por paliar el alto desempleo, las penurias de las empresas locales y las severas presiones sobre los servicios comunitarios.

No siempre fue así. Las mejores empresas alguna vez asumieron una amplia gama de roles para satisfacer las necesidades de los trabajadores, las comunidades y las empresas de apoyo. Sin embargo, a medida que aparecieron otras instituciones sociales en escena, estos roles fueron abandonados o delegados. Los horizontes de tiempo de los inversionistas cada vez más breves empezaron a estrechar el pensamiento acerca de cuáles eran las inversiones más apropiadas. A medida que la empresa verticalmente integrada empezó a depender más y más de los pro-veedores externos, de la tercerización y de la fabricación en el extranjero, se debilitó la conexión entre las firmas y sus comunidades. A medida que las firmas llevaron sus diversas actividades a más y más lugares, a menudo perdieron el contacto con todos los lugares. De hecho, muchas empresas ya no reconocen un lugar como su hogar, sino que se ven a sí mismas como empresas “globales”.

Estas transformaciones impulsaron un importante progreso en la eficiencia económica. Sin embargo, algo profundamente importante se perdió en el proceso, pues fueron pasadas por alto oportunidades más que fundamentales para la creación de valor. El alcance del pensamiento estratégico se contrajo.

La teoría estratégica dice que para tener éxito, una empresa debe crear una propuesta de valor distintiva que satisfaga las necesidades de un conjunto escogido de clientes. La empresa obtiene una ventaja competitiva con la forma en que configura la cadena de valor o el conjunto de actividades involucradas en la creación, producción, venta, entrega y respaldo de sus productos o servicios. Durante décadas la gente de negocios ha estudiado el posicionamiento y las mejores maneras para diseñar actividades e integrarlas. Sin embargo, las empresas han pasado por alto oportunidades para satisfacer necesidades fundamentales de la sociedad y no han sabido comprender cómo los males y las debilidades de la sociedad afectan a las cadenas de valor. Nuestro campo de visión ha sido demasiado estrecho.

Al tratar de comprender el entorno de negocios, los ejecutivos le han prestado más atención al sector o al negocio en particular donde compite la firma. Es así porque la estructura del sector tiene un impacto decisivo en la rentabilidad de una firma. Sin embargo, se pasó por alto el profundo efecto que tiene la localización en la productividad y la innovación. Las empresas no han sabido captar la importancia del entorno mayor que rodea a sus principales operaciones.