Robo doméstico
Cuento escrito por Anatole France. Hace unos diez años, quizá más, quizá menos, visité una cárcel de mujeres. Era un antiguo palacio construido en tiempos de Enrique IV cuyos altos tejados de pizarra dominaban una sombría pequeña ciudad del Mediodía, a orillas de un río. El director de esta cárcel estaba próximo a la edad de la jubilación. Tenía ideas propias y sentimientos humanos. No se hacía ilusiones respecto a la moralidad de sus trescientas internas, pero no consideraba que estuviera muy por debajo de la moralidad de trescientas mujeres tomadas al azar en cualquier ciudad.
-Aquí hay de todo, como en todas partes -parecía decirme con su mirada dulce y fatigada.
Cuando cruzamos el patio, una larga fila de internas acababa su paseo silencioso y regresaba a los talleres. Había muchas viejas, con aspecto bruto y solapado. Mi amigo, el doctor Cabane, que nos acompañaba, me hizo observar que casi todas aquellas mujeres tenían alguna tara característica, que el estrabismo era frecuente entre ellas, que eran unas degeneradas y que había muy pocas que no estuvieran marcadas por los estigmas del crimen, o al menos, del delito. El director sacudió lentamente la cabeza. Vi que no compartía las teorías de los médicos criminalistas y que seguía persuadido de que en nuestra sociedad los culpables no son siempre muy diferentes de los inocentes.
Nos condujo a los talleres. Vimos a las panaderas, a las planchadoras, a las lavanderas trabajando. El trabajo y la limpieza ponían allí un poco de alegría. El director trataba a todas las mujeres con bondad. Las más torpes y las más perversas no le hacían perder ni su paciencia ni su benevolencia. Consideraba que hay que pasarle bastantes cosas a las personas con las que uno convive; que no hay que exigirle demasiado ni siquiera a las delincuentes y a las criminales; y, contrariamente a lo que era habitual, no le exigía a las ladronas y a las alcahuetas que fueran perfectas por el hecho de estar pagando su condena. No creía en absoluto en la eficacia moral de los castigos, y renunciaba a hacer de la cárcel una escuela de virtud. No creía que se haga mejor a las personas haciéndoles sufrir, por ello evitaba todo cuanto podía los sufrimientos a aquellas desgraciadas. No sé si tenía sentimientos religiosos, pero no concedía ninguna significación moral a la idea de expiación.
-Interpreto el reglamento -me dijo- antes de aplicarlo. Y se lo explico personalmente a las detenidas. Por ejemplo: el reglamento ordena silencio absoluto. Pero, si guardaran silencio absoluto, todas se volverían idiotas o locas. Pienso, debo pensar, que no es eso lo que pretende el reglamento. Les digo: «El reglamento les ordena guardar silencio. ¿Qué significa esto? Significa que las vigilantes no deben oírlas. Si se les oye, serán castigadas; si no se les oye, no habrá ningún reproche que hacerles. Yo no puedo pedirles cuentas de sus pensamientos. Si sus palabras no hacen más ruido que sus pensamientos, no puedo pedirles cuentas de sus palabras». Así advertidas, se las ingenian para hablar sin, por así decirlo, emitir sonidos. No se vuelven locas y la norma se cumple.
Le pregunté si sus superiores jerárquicos aprobaban aquella interpretación del reglamento. Me contestó que los inspectores le hacían reproches con frecuencia; y que entonces él los conducía a la puerta exterior y les decía: «Ustedes ven esta reja; es de madera. Si se encerrara en este centro a hombres, al cabo de ocho días no quedaría ni uno dentro. A las mujeres no se les ocurre evadirse. Pero es prudente no ponerlas rabiosas. El régimen de la cárcel no es ya de por sí muy favorable para su salud física y moral. No me responsabilizaría de guardarlas si se les impone la tortura del silencio».
La enfermería y los dormitorios, que visitamos a continuación, estaban ubicados en grandes salas encaladas, que no conservaban de su antiguo esplendor nada más que unas monumentales chimeneas de piedra gris y mármol negro rematadas por pomposas Virtudes en relieve. Una Justicia, esculpida hacia 1600 por algún artista flamenco italianizado, con el pecho al aire y el muslo fuera de su túnica abierta, sujetaba con un robusto brazo una balanza alocada cuyos platillos chocaban como címbalos. Aquella diosa dirigía la punta de su espada hacia una pequeña enferma acostada en una cama de hierro, sobre un colchón tan delgado como una toalla doblada. Habríase dicho una niña.
-Y bien, ¿se encuentra mejor? -le preguntó el doctor Cabane.
-¡Oh! sí, señor, mucho mejor. -Y sonrió.
-Bueno, sea muy prudente y se curará.
Miró al médico con unos grandes ojos llenos de alegría y esperanza.
-Es que esta pequeña ha estado muy grave -dijo el doctor Cabane. Y seguimos.
-¿Por qué delito está condenada?
-No es por un delito, es por un crimen.
-¡Ah!
-Infanticidio.
Al final de un largo corredor, entramos en una pequeña habitación bastante alegre, repleta de armarios y cuyas ventanas -que no tenían rejas- daban al campo. Allí, una mujer joven, muy bonita, escribía sobre una mesa. De pie, cerca de ella, otra, con muy buen tipo, buscaba una llave en un manojo colgado de su cintura. Habría creído que se trataba de las hijas del director. Pero éste me advirtió que eran dos internas.
-¿No se ha dado cuenta de que llevan el uniforme de la casa?
No me había percatado de ello, sin duda porque no lo llevaban como las demás.
-Sus vestidos están mejor hechos y sus gorros, más pequeños, dejan ver sus cabellos.
-Es porque es muy difícil impedir que una mujer enseñe su cabello, sobre todo si es bonito -me contestó el viejo director-. Éstas están sometidas al régimen común y astrictas al trabajo.
-¿Qué hacen?
-Una es archivera y la otra bibliotecaria.
No fue necesario preguntar: eran dos pasionales. El director no nos ocultó que prefería a las criminales antes que a las delincuentes.
-Sé -comentó- que son como extrañas a su propio crimen. Fue como un relámpago en su vida. Pero son capaces de rectitud, de valor, de generosidad. No podría decir lo mismo de mis ladronas. Sus delitos, que siempre son mediocres y vulgares, constituyen el entramado de su existencia. Son incorregibles. Y la bajeza que les hizo cometer actos reprensibles, impregna constantemente su conducta. La pena que se les impone es relativamente pequeña y, como tienen poca sensibilidad física y moral, la soportan habitualmente con facilidad. Eso no quiere decir -añadió vivamente- que esas desgraciadas sean todas indignas de piedad y no merezcan que uno se interese por ellas. Mientras más vivo, más me doy cuenta de que no hay culpables, sólo hay desgraciados.
Nos hizo entrar en su despacho y dio a una vigilante la orden de traer a la detenida número 503.
-Voy a ofrecerles un espectáculo que no he preparado, les ruego que me crean -nos dijo-, y que les inspirará sin duda nuevas reflexiones respecto a los delitos y a las penas. Lo que van a ver y oír, yo lo he visto y oído cien veces en mi vida.
Una interna, acompañada de una vigilante, entró en el despacho. Era una joven campesina bastante bonita, de aspecto simple, bobalicón y dulce.
-Tengo una buena noticia que comunicarle -le dijo el director-. El señor presidente de la República, conocedor de su buena conducta, acaba de perdonarle el resto de su condena. Saldrá usted el sábado.
Ella escuchaba, con la boca entreabierta y las manos cruzadas sobre el vientre. Pero las ideas no entraban tan rápido en su cabeza.
-Saldrá usted el próximo sábado de esta casa. Será libre.
Esta vez comprendió, sus manos se levantaron en un gesto de desesperación y sus labios temblaron.
-¿Es verdad que tengo que irme? Pero entonces, ¿qué va a ser de mí? Aquí estoy comida, vestida y todo. ¿No podría usted decirle a ese buen señor que es mejor que me quede donde estoy?
El director le hizo ver con dulce firmeza que no podía rechazar la gracia que se le había concedido; luego le advirtió que, al marcharse, recibiría una suma de diez o doce francos.
Salió del despacho llorando.
Yo pregunté qué era lo que había hecho. Él repasó un registro:
-503: Era criada de unos agricultores… Le robó unas enaguas a sus amos… Robo doméstico… Ya sabe, la ley castiga severamente el robo doméstico. FIN