Pedro sin miedo
Cuento escrito por Anónimo francés. Había una vez un señor que tenía tres hijos. También poseía, junto a su casa, un magnífico huerto que apreciaba mucho, pues los árboles del mismo producían frutas excelentes:manzanas, peras, ciruelas sabrosas como en ningún otro lugar. Una mañana, el señor comprobó que le habían robado un cesto de peras de agua, maduras en su punto, que se disponía justamente a recoger. Furioso, le dijo a su hijo mayor:
-La noche próxima, te quedarás vigilando el huerto.
-Sí, padre.
Cuando llegó la noche, el hijo mayor cogió su escopeta, se escondió junto a un árbol y esperó. Sólo que, además de la escopeta, se había llevado también una buena botella de vino para hacerle compañía. Cuando vació la botella, se quedó dormido, y con un sueño tan profundo, que no oyó a los ladrones volver, subirse a los perales y llevarse en esta ocasión un saco lleno de ricas peras. Nuevo enfado del padre a la mañana siguiente. Trató de inútil a su hijo mayor, y dijo que el segundo hijo ocuparía su lugar a la noche siguiente. Desafortunadamente, el segundo no lo hizo mejor que el primogénito. También él se bebió la botella y también él se quedó dormido. En aquella ocasión, los ladrones se llevaron dos sacos llenos de fruta…
Por supuesto, a la mañana siguiente, el señor tuvo un nuevo acceso de rabia. El más joven de los tres hermanos se llamaba Pedro. Le llegó el turno de vigilar el huerto. Sólo cogió la escopeta -no la botella- por lo que permaneció despierto y, a la luz de la luna, pudo ver una sombra escalar el muro del huerto. Cogió su escopeta, apuntó y apretó el gatillo. El ladrón cayó muerto en el acto. Al oír el disparo, el padre acudió. Levantó los brazos al cielo, y tuvo miedo por su hijo:
-Corres el riesgo de ser detenido… Escapa, desgraciado; no deberías haber disparado, sólo tenías que asustar al ladrón.
Pedro huyó llevando como único equipaje un regalo de su padre: un saco milagroso capaz de contener cualquier cosa o a cualquiera. Pedro caminaba por el bosque cuando vio descender de lo alto de una encina a un hombre de aspecto extraño, incluso terrorífico, blanco como la cera… ¡Era un aparecido! Pero, al verlo, Pedro no sintió ningún temor pues no tenía miedo de nada.
-¿Quién eres? -le preguntó.
-¡Un pobre desgraciado! Hace años robé en una iglesia varios objetos del culto. No podré entrar en el paraíso hasta que los objetos sean devueltos por alguien que los desentierre del lugar donde están ocultos y los traslade.
-Yo lo haré.
-¿No tienes miedo de mí como todos los demás?
-No.
-Normalmente, todo aquel que me ve sale huyendo…
-Pero yo no.
Pedro se separó del aparecido y fue a llamar a la puerta del presbiterio cercano. El párroco le prestó pala y piocha… Pedro encontró sin dificultad los objetos robados tiempo atrás por el aparecido. Muy feliz, el sacerdote fue a colocarlos en su sitio en la iglesia. En ese instante, y por la cancela abierta, los dos hombres vieron pasar por el cielo una estrella fugaz: era el ladrón perdonado que se dirigía al paraíso.
-Puesto que eres tan valiente -dijo el párroco a Pedro- deberías ir al castillo que hay en la cima de la montaña. Ropotou, el diablo, se ha instalado en él. ¡Expúlsalo de allí!
-Iré -contestó Pedro-. Ya tengo un saco milagroso regalado por mi padre; si le añado un buen garrote no temeré a nadie jamás.
El chico se dirigió pues hacia el castillo con paso ligero. La fortaleza parecía desierta. No obstante, el fuego ardía en la chimenea de la gran cocina. Pedro se instaló junto a él y se calentó tranquilamente las manos. De repente, se escuchó un gran ruido y un diablo negro, cornudo y feo, surgió de entre las llamas.
-¿Qué estás haciendo aquí? -gritó gesticulando.
-Ya lo ves, me estoy calentando -contestó Pedro. El demonio pareció sorprendido por la reacción del chico, que no gritaba al verlo, no huía, ni parecía temerlo.
-¿Quieres comer cochinillo asado?
-No, gracias -contestó Pedro, que no dudaba de que la comida ofrecida por el diablo estuviera embrujada.
-Tú te lo pierdes, -dijo Ropotou-. Entonces, vamos a jugar.
Hizo un gesto con la mano y aparecieron varios diablillos que traían un juego de bolos. Sólo que los bolos eran huesos humanos, y la bola, un cráneo. Pedro jugó con el diablo y le ganó la partida.
-Me debes una prenda -dijo-; entra aquí.
El diablo no tuvo tiempo de reaccionar: Pedro lo introdujo en su saco mágico. De nada le sirvió a Ropotou agitarse con todas sus fuerzas, pues no lograba salir.
-No quedarás libre -dijo Pedro- hasta que firmes un documento aceptando que abandonarás este castillo para siempre.
-¡No firmaré! -gritó el diablo.
-¡Como gustes!
Pedro cogió entonces su garrote y se puso a golpear al demonio dentro del saco. Ropotou gritó largo rato antes de ceder y de firmar el papel del chico. Luego se marchó con todo su cortejo de diablillos. Pedro regresó al presbiterio para contarle al párroco su victoria, el cual, completamente feliz, quiso a toda costa presentárselo al verdadero dueño del castillo. Este último tenía una hija tan bella como prudente. Tan pronto como vio a Pedro, se enamoró de él. El joven también se enamoró de ella. No obstante, él dijo con tono fanfarrón:
-¡Sólo me casaré con quien logre asustarme!
-Yo te asustaré -prometió la chica.
-Lo dudo.
La joven lo intentó veinte veces sin conseguirlo y Pedro se reía… Finalmente, hizo como que renunciaba, pero pidió que metieran en la amasadera del castillo cien palomas vivas. Un paño cubría la artesa. A la mañana siguiente, le pidió a Pedro:
-Ayúdeme, por favor, a retirar el paño. Vamos a preparar la masa y a hacer el pan.
Él obedeció y retiró el paño. ¡Cien palomas a la vez le saltaron de improviso a la cara! Esta vez sí tuvo miedo. Así fue como se casó con la hija del señor. Vivieron felices y tuvieron muchos hijos.
FIN