Cambiadores

Cuento escrito por Baldomero Lillo. -Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?

-Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.

-¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!

-Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.

Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.

-Ha de saber usted -comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor- que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.

Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.

Por eso, el guardagujas no es un cualquiera, y aunque su trabajo, de una sencillez extrema, no requiere gran instrucción, posee la suficiente para comprender que en sus manos está la vida de los viajeros y que con sólo poner la barra del cambio a la derecha, en vez de hacerlo a la izquierda, puede sembrar la muerte y la destrucción con la celeridad del rayo.

El sueldo que se le paga está en relación con la responsabilidad que gravita sobre él. Vive, pues, modestamente, en una limpia casita cerca de la línea, y sus hijos andan aseados y van a la escuela. Cuando no está de turno cultiva su huertecillo y maneja el serrucho o la garlopa: la taberna le es desconocida. Por eso su cabeza está siempre despejada y ni el alcohol ni la miseria entorpecen sus facultades. Su mirada es segura, jamás vacila al mover las agujas y ni se paralogiza ni se equivoca nunca.

-Con mucho entusiasmo habla usted de los cambiadores. ¿Se les ve desde el tren?

-¡Sí, que se les ve! En cuanto nos aproximemos a una estación, voy a mostrarle alguno, si no vamos con mucha velocidad.

-A propósito de velocidad, ¿quiere decirme usted a qué obedece la rapidez con que pasamos por las estaciones?

-A la confianza que a todos inspira el guardagujas. No hay ejemplo de que un cambiador sea culpable de un accidente, como el que relata el escritorzuelo trasnochado, autor de ese libro.

-Trataré de no desperdiciar la oportunidad de conocer a tan simpático personaje. Pero, y perdone usted mi ignorancia, ¿siempre ha habido cambiadores o guardagujas, como usted los llama? Porque es extraño que nunca me haya fijado en ellos.

-Voy a decirle a usted. Cambiadores ha habido siempre, pero, y por inverosímil que esto parezca, no se le daba antes al oficio la importancia que merecía. Parece mentira, pero así lo aseguran algunos ancianos, de que los cambiadores se reclutaban en un tiempo entre los últimos empleados de la línea férrea. Eran casi siempre inválidos o lisiados que, siendo palanqueros, aceitadores o carrilanos, habían perdido un brazo o una pierna, gente buena si se quiere, pero que por su índole, condición, y la miserable paga que recibían, eran gran parte inhábiles para la delicada tarea que exige, antes de todo, conciencia del deber, serenidad y nervios tranquilos,

Su salario, admírese usted, era de un peso al día. Con eso tenía que comer y vestirse él, su mujer y los hijos. Claro es que con este sistema los accidentes y descarrilamientos eran frecuentísimos. Y yo mismo sé de una catástrofe que me refirió un ex cambiador años atrás. Para que usted se dé cuenta de cómo pasó, voy a relatarle todos los detalles del suceso.

Fue a fines de mes, en esos días tan tristes para los que ganan poco salario, y entre esto se contaba el cambiador y su familia. En el cuarto, una pocilga estrecha y sucia, la mujer, malhumorada siempre por la miseria y el excesivo trabajo, regañaba de día y de noche, mientras los chicos haraposos y hambrientos lloraban pidiendo más. El marido y padre, con una rabia sorda que le mordía el alma, contemplaba ese cuadro y luego se marchaba al trabajo mudo y colérico. No era borracho, pero la tristeza de su hogar, por el que sentía odio adversión, lo impulsaba a veces a la taberna y bebía para olvidar, para aturdirse algunas horas siquiera. En la noche de ese día bebió algunas copas de aguardiente y durmió mal. Tenía la cabeza pesada y la vista torpe, mientras caminaba entre los desvíos ejecutando su trabajo con dejadez. Cuando la campanilla de la estación anunció al expreso, fue a la vía y examinó las agujas. Estaban donde debían estar y dejaban al rápido la vía franca y expedita.

Faltaban ocho minutos para que cruzara el tren y tenía tiempo de descansar. Hacía mucho calor y los párpados pugnaban por caer sobre sus ojos soñolientos. Después de un momento le pareció sentir un pitazo débil y medio se incorporó en el banco. De repente, una trepidación sorda conmovió la casucha. Se levantó asustado, frotándose los ojos. Delante de él, avanzando a toda velocidad, percibió al expreso. Miró hacia el desvío y los cabellos se le erizaron. Dio un salto gigantesco y abalanzándose a la barra la volvió de un golpe. Instantáneamente resonó un grito encima de su cabeza y vio cómo las ruedas embieladas de la locomotora giraban brusca y vertiginosamente en sentido contrario a la marcha del convoy, haciendo bailar sobre los rieles la enorme mole de la máquina que, a pesar de todo, resbaló por el desvío en dirección del otro tren, como un alud que se descuelga de la montaña.

No esperó el choque y, y soltando la barra del cambio, se lanzó como un loco con las manos en los oídos para no oír el estruendo de la colisión a través de los terraplenes, huyendo desesperado. Pero, a pesar de esa precaución, el tremendo crujido del choque lo alcanzó cuando saltaba una zanja y con él los gritos y lamentos de los moribundos.

El infeliz, al despertarse medio soñoliento, creyó ver que la barra del cambio estaba a la derecha, y eso fue todo.

-Vaya qué miedo me ha dado usted con su relato. ¿Dónde sucedió eso?

-En la estación de Tinguiririca, pero…

Algo insólito me cortó la palabra y salí del asiento disparado como por una catapulta. Caí en medio de un montón de maletas y sacos de viaje y, mientras pugnaba por levantarme, oí una horrorosa gritería seguida de lamentos desgarradores.

Cuando después de atravesar a gatas por entre las tablas del despedazado vagón, me encontré en el andén delante de un funcionario que parecía el jefe de estación, lo único que se me ocurrió decir fue:

-¿Cuánto gana el cambiador?

Me miró con los ojos azorados y me contestó:

-Ahora gana la delantera a los que lo persiguen, pero no se aflija usted porque pronto le darán alcance, pues además de ser sordo, es tuerto de un ojo, zunco de un brazo, cojo de una pierna y está borracho como una cuba.

-¡Desgraciado! -exclamé-, entonces es el mismo. -Y mostrando el puño empecé a vocear-: ¡Es el de Tinguiririca, el de Tinguiririca!

El jefe, cada vez más azorado me tomó de un brazo y profirió:

-En Tinguiririca estamos, pero, permítame señor decirle que debe usted haber recibido un golpe que le ha removido los sesos. Déjeme que lo lleve al carro ambulancia.

Abrí los ojos y lo primero que vi fueron los gruesos caracteres que en la décima página de El Mercurio decían:

“Choque de trenes en Tinguiririca”.