Telesforo Altamira
Cuento escrito por Ricardo Güiraldes. Telesforo Altamira era un atorrante-soneto en su clásica perfección.
Tenía un poco el físico de Corbière, pero el genio se le había muerto de hambre en la cabeza piojosa. Yo lo vi hace poco, remontando la calle Corrientes a eso de las doce y media p. m., entre la turba burguesa largada por cinematógrafos y teatros. Telesforo caminaba cómodo entre los empujones y codazos, porque su mugre hacía en derredor un vacío de respeto. La mugre es una aureola.
Telesforo se detuvo para que bajara de su lujoso automóvil una familia gruesa, puro charol, raso, pechera, escote y joyas; y viola desaparecer en el zaguán iluminado sin mudar de expresión, es decir: con la boca blanda ligeramente aflojada en o sobre las desdentadas encías. No hay que creer que pensaba; mucho ha curó de esa desgracia, y sólo miraba con ineficacia de idiota, sonriendo a la luz, a los trajes vistosos, a las caras rechonchas. No recordaba tampoco su vida ni su pasado. ¿Qué edad tenía Telesforo? Telesforo tenía sesenta años en treinta, pero su estupidez actual lo simplificaba al rango de recién nacido.
¿Telesforo recordó que tuvo casa? No, señor. ¿Telesforo echó de menos su antigua holgura? Tampoco, señor.
¿Telesforo arguyó que el dinero amontonado en algunas manos sale de otras? Absolutamente, señor.
Telesforo sólo mantuvo con atento esfuerzo el vacío de su yo entre los labios, como si fuese una moneda, y ni la sombra de una idea titiló en su cerebro muerto de injusticia.
Sin embargo, hubiera podido, en estado más lúcido, pensar en muchas cosas frente a aquel coche parado frente al zaguán.
Telesforo Altamira había tenido un pasar que perdió por extremar su tendencia a leer Shakespeare, Platón, Cervantes y Dante, que no sirven para nada. Después casó con aquella preciosa Elvira, que él llamaba su querida hipoteca, y a quien hizo tres hijos antes de que su amigo Lucio le hiciera el cuarto. Después bebió. Después se hizo borracho. Después perdió la dignidad, como dicen los carteles antialcohólicos, en las salas policiales que conoció a consecuencia de aquel tajo inhábilmente asestado al lado de la carótida de su amigo Lucio. Después intimó con la cárcel, y por último, con el vagar derrumbado del atorrante, que ya no necesita alcohol porque posee su incurable idiotez.
Pero estoy hablando de un cadáver. Telesforo Altamira murió aquella célebre noche de la nevada en Buenos Aires, y ¿saben ustedes dónde? En los umbrales de la casa en que entró nuestra conocida familia gruesa.
La digna señora se afectó mucho por aquel extraño suceso: un hombre que se acuesta sano en un zaguán y se despierta muerto. Por mi parte, habiendo sido condiscípulo de Altamira en el colegio del Salvador, el hecho me causó una lacrimosa tristeza, tal vez por hermandad. Pero un amigo mío, muy docto en psicología, dice que no vale la pena, y que toda la historia de Telesforo Altamira no se debe sino a su falta de voluntad, siendo por lo tanto él solo el culpable de su tragedia sin interés.
Amén.
FIN