Cambio en el modelo económico mexicano
Hacia la mitad de la década de los ochenta comienza la transición mexicana hacia un “nuevo” modelo de desarrollo económico. Es cierto que unos años antes, presionado por una profunda crisis fiscal, el gobierno federal había empezado a reconsiderar su papel en el proceso de crecimiento. Sin embargo, el primer cambio verdaderamente sustantivo se produjo cuando se abandonó, casi de golpe, la política proteccionista en el ámbito del comercio exterior.
En efecto, por muchas décadas la idea rectora de la política comercial de México había sido típicamente mercantilista, cuyo propósito es acrecentar el poderío de una entidad geográfico-política, además de concebir al comercio internacional como una competencia casi bélica (“un juego de suma cero”) en el que las exportaciones son “buenas” y las importaciones son “malas”, y por tanto, en el que una balanza comercial con un excelente superávites el resultado deseable y para conseguirlo, el gobierno establece trabas de toda índole a las compras de productos provenientes del exterior y fomenta las ventas de productos nacionales (“su penetración”) en los mercados mundiales.
Durante muchos años, el mercantilismo fue la concepción dominante en la política económica de América Latina, y México no fue la excepción. El enfoque se racionalizó y popularizó con el nombre de “modelo de desarrollo basado en la sustitución de importaciones”. Como era de esperarse, el esquema funcionó bien en sus primeras etapas, sobre todo cuando su aplicación coincidió con circunstancias externas propicias, como fueron las limitaciones de la oferta durante la segunda guerra mundial.
El modelo de sustitución de importaciones implica la existencia de un gobierno extremadamente poderoso en materia económica. Ello se explica porque la vida misma de las empresas nacionales depende de la protección oficial que se les brinde contra las importaciones. Pero, además, el enfoque justifica la intervención gubernamental en la economía a lo largo de dos líneas obvias: pararegular la actuación de las empresas locales dentro del mercado interno, convertido por efectos del proteccionismo en un “coto de caza” privado, y para proveer bienes y servicios considerados “estratégicos” para el proceso de desarrollo más allá de los “bienes públicos” usuales.
Hacia el final de los 70´s, la economía mexicana mostraba claramente los síntomas de lo que se llamó después “el agotamiento del modelo de sustitución de importaciones”. En diversas regiones del mundo comenzaban las críticas a la concepción “dirigista” de la economía y, de hecho, se experimentaba ya con un enfoque alternativo de “desarrollo mediante la promoción de las exportaciones”. Sin embargo, en México se decidió intentar una profundización del patrón de sustitución de importaciones, procurándose el desarrollo de la industria de bienes de capital (la “etapa superior” de la sustitución de importaciones).
Las incongruencias de la política macroeconómica aplicada durante los setenta (como la sobre expansión fiscal y monetaria en un contexto de tipo de cambio fijo) añadieron problemas y distorsiones a los creados por la excesiva prolongación del modelo de sustitución de importaciones. La consecuencia inevitable fue una grave crisis financiera, en 1976, en el sector externo que, desafortunadamente, constituyó el primer eslabón de una larga cadena de episodios similares.
El auge petrolero registrado a finales de esa década, alivió la restricción fiscaly externa de la economía mexicana. Sin embargo, en lugar de servir de palanca para reorganizar la planta productiva, se utilizó para continuar con el proteccionismo comercial y con la hipertrofia gubernamental. La crisis de 1982 puso de manifiesto la falta de viabilidad de una fórmula de crecimiento fincada en la explotación deun recurso natural no renovable, en el marco de una economía ineficaz.
La apertura comercial, que arrancó hacia 1985, culminó con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, en 1994. La rápida r educción de los aranceles, la eliminación de los permisos previos de importacióny la supresión de otros impedimentos al comercio externo se tradujeron en una realineación drástica de los precios relativos internos. A partir de entonces, los proyectos de inversión han tenido que pasar “la prueba del ácido” de una viabilidad calculada de acuerdo con l a estructura de precios del mercado.
La liberalización de las transacciones comerciales con el exterior vino acompañada de otras reformas importantes, como el saneamiento del fisco federal, la reducción del sector público y la desregulación de las actividades productivas internas. Además, hacia fines de los años 80, se decidió realizar un esfuerzo tendiente a la estabilización de la macroeconomía. Con la intención de abatir la inflación, en 1993 se estableció legalmente la autonomía del Banco central.
La crisis económico-financiera de 1995 provocó cambios drásticos en la conducta de las autoridades y de los agentes económicos, pero no alteró las líneas del nuevo modelo. Seis años después, sus rasgos principales siguen firmes y, de hecho, se han acentuado, por ejemplo, con la flotación del peso en el mercado de divisas.
La transición no ha sido fácil. Las reformas han modificado la estructura productiva de México, como se manifiesta en la explosión del tamaño relativo del sector externo. Lo nuevo ha desplazado a lo viejo, lo moderno a lo tradicional, lo dinámico a lo inerte. No todos han podido adaptarse a la velocidad de las transformaciones. Ha habido víctimas y marginados del progreso. El cambio no ha disminuido las relaciones desiguales entre los mexicanos, sino por el contrario, las ha acentuado.
La tendencia de largo plazo del crecimiento de la productividad es la clave para mejorar de forma sostenida el bienestar de la población. Todo avala la idea de que lo indispensable para el aumento de la productividad es la política de cambio estructural.