La bronceada
Cuento escrito por Emilia Pardo Bazán. Fue a la salida de misa cuando la vi. Mal podría ser en otra parte; sólo ponía los pies en la calle para eso, y madrugando. El tupido velo de su manto de luto, casualmente no le tapaba el rostro; el traje de negro merino moldeaba estrechamente sus majestuosas formas, haciendo resaltar lo aventajado de la estatura; al detenerse a humedecer los dedos en la pila del agua bendita y trazar con lentitud sobre su frente el signo crucífero, pude cerciorarme de que no me habían contado una conseja vana. La tez presentaba el tono enverdecido y hasta la pátina lustrosa del bronce. Los ojos eran amarillentos. Los labios, una línea más oscura. Tenía en mi presencia una fundición viva, envuelta en ropajes de tristeza.
¡Qué efecto me causó! Sentí frío; una especie de terror cuajó mi sangre. La había conocido antaño, en el esplendor de su morena y pálida beldad, vestida de gasa junquillo, en un asalto de esos que se convierten en animadísimos bailes. Reconocerla después de aquel cambio tan extraño… imposible. A duras penas discernía los lineamientos de las facciones. Solo el aire, el andar de diosa, recordaba a la belleza admirada bajo las luces y entre las bocanadas de música que venían del jardín, en el giro de un vals, que arremolinaba los volantes finos de su traje como nube dorada alrededor de un sol de alegría…
La misma tarde del día en que vi la figura de bronce en el templo, busqué a Mauro Pareja, gaceta de la población, y exigí el relato entero, sin quitar una tilde. Al pronto se hizo de rogar, y en vez de satisfacer mi curiosidad quiso conformarse con especiosas reflexiones. Los pueblos son muy noveleros; la gente patrocina siempre las versiones románticas y nadie admite la explicación vulgar y sencilla, verosímil, de las cosas. Bien debía yo saberlo: el fenómeno que tanto me extrañaba era una enfermedad conocida, la de Adison, semejante a la ictericia, pero más grave: algo relacionado con el hígado; una alteración del pigmento y de los tejidos, que comunica a la tez el aspecto del bronce. Caso raro, sin duda…, pero… ¡pchs! ¡La patología es tan rica y variada…!
Después de torearme lo menos diez minutos, de improviso sonrió confidencialmente, hizo un gesto que parecía significar «vamos allá…», y cerrando la ventana -como si por ella fuese a escaparse el secreto- y la puerta -no se enterase la criada-, paseándose de arriba abajo y deteniéndose en los momentos culminantes de la relación para accionar y dar fuerza a los períodos, me contó lo que sigue:
La boda estaba tan próxima, que ya solo se esperaba la llegada de los trajes encargados por el novio para convidar a las amigas a la exposición de los regalos. Se suspendió y aplazó cuando a él le tocó en sorteo ir a Filipinas.
Hay que ser justos: a Iñigo Cervera -el novio se llamaba así- no se le ocurrió esquivar el cumplimiento de su deber. Embarcó en el plazo más breve, dejando cuanto aquí le atraía. Estaba perdidamente enamorado -ya recordará usted si era hermosa esa Borja Eguía que hoy parece un portalámparas-. Hay amoríos que, sin encontrar dificultades, corriendo por el cauce apacible de la conformidad de las familias al remanso del hogar, toman, sin embargo, un tinte poético que impresiona, debido a su vehemencia. Treinta o cuarenta señoritas conocidas se casan en este pueblo cada año, sin que nadie se preocupe de su idilio soso. El de Iñigo Cervera y Borja Eguía nos dio dentera a los solterones, y la disimulamos con guasa. La felicidad casi estática de la pasión que se afirma libremente, orgullosa de sí misma; la juventud y la gallardía realzando y explicando la pasión: ahí tiene usted lo que leíamos con envidia en los ojos de ella y de él, siempre que ansiosos de beberse la mirada fundían su luz, olvidando -estuviesen donde estuviesen, en el teatro, en la calle, en visita- la presencia de los indiferentes, el transcurso del tiempo y quizá el código de las conveniencias sociales…
Claro es que la llamada a la guerra cayó como una bomba; la despedida fue desgarradora y la ausencia un suplicio. Borja, adoptando, ya que no las tocas, al menos las costumbres de la viudez, se encerró en su casa; de allí no la arrancaban ni con grúas. Su madre, compartiendo el disgusto de la hija, hubiese deseado imitarla en el retiro; pero no era posible, porque no había de arrinconar a la otra, a Manolita, que tenía quince años y ya piñoneaba. ¿A esa llegó usted a conocerla? Era muy diferente de su hermana: blanca, rubia, sonrosada, vivarachuela, alegre como unas sonajas y su inclinación a tomar por lo trágico ningún suceso. Sin embargo, hubo un momento en que Manolita, rabiando o cantando, se vio forzada a avenirse a la reclusión. Su madre no encontraba decoroso que, sabiéndose por los periódicos y oficialmente el cautiverio de Iñigo, prisionero de los insurrectos, anduviesen de fiesta en fiesta mientras Borja se entregaba a su aflicción silenciosa.
Hiciéronse gestiones activísimas para saber noticias; se apuraron todos los recursos; mediaron influencias y recomendaciones; gestionóse en Madrid el rescate por conducto del Ministerio de la Guerra; pero un sino fatal lo inutilizó todo: no aparecía ni leve rastro del cautivo. ¡Como si se lo hubiese tragado la tierra! Porque el mar devuelve al menos el cadáver. Borja, aunque galvanizada por tenaz esperanza, comenzó a desfallecer. Se esparció el rumor de que estaba enferma. ¿En qué consistía su enfermedad? El médico Rozas, hombre nada comunicativo, solo respondía a los curiosos: «Del hígado.» Las enfermedades del hígado son varias, y frecuentemente las originan causas morales. No obstante, por reservado que el doctor fuese, transpiró el rumor de que Borja, de la noche a la mañana, se había vuelto de bronce. Aprendimos con asombro la existencia de un mal tan raro; nos compadecimos un poco, olvidamos luego… y siguió rodando la bola del mundo.
Nos refrescó la memoria meses después un acontecimiento: la reaparición de Iñigo Cervera, los anuncios de su vuelta sano y salvo. Había pasado larga temporada prisionero e internado en un país sin comunicaciones, sin posibilidad ni de intentar la evasión, pero en desquite muy bien tratado, y hasta con cariño, según la maledicencia, por damiselas color de tabaco, a quienes debía la libertad… Y no faltó el gracioso de tanda con el inevitable chiste fúnebre: «Así no extrañará la tez de su novia.»
Y aquí -recalcó el narrador, después de una pausa- empieza la parte oscura -no es calembour- de este sucedido; aquí es donde sólo por conjeturas podemos guiarnos…, eligiendo, de las dos versiones que le ha dado el público, la que nos parezca más racional; más conforme con esa realidad modesta que generalmente huye de los golpes de efecto y desenreda la vida suave y prosaicamente.
La creencia menos general, pero más sensata y adaptable a la psicología femenina, es que Borja, después de sentir una alegría inmensa sabiendo que a Iñigo ni le habían martirizado ni matado, experimentó la reacción de una pena inconsolable, y hasta quiso, en el primer momento, no dejarse ver de él. Forzó esta consigna Iñigo, y desde luego afirmó, dentro y fuera de la casa de su novia, que venía a casarse loco de amor y de júbilo, más feliz que nunca al cerciorarse de cómo aquella incomparable mujer había conservado su memoria. Se traslució también una consulta secreta a Rozas, para indagar si era posible la curación; y aunque el dictamen del médico se ocultó, un compañero suyo, el doctor Moragas, dijo sacudiendo la cabeza, con la autoridad de la experiencia científica: «Incurable.»
Se tenía, no obstante, por cierto que se acercaba el día de la boda, porque Iñigo no salía de la casa de su futura. Suponga usted el asombro de la gente, cuando empieza a susurrarse que con quien se casa el oficial es, ni más ni menos, que con la propia Manolita, la hermana, la chiquilla rubia y fresca, de sonrosada tez.
Y no fue invención: ¡Verdad como un templo!… Una mañana, previa dispensa de amonestaciones, sin concurrencia, sin más que dos testigos, bendijo la unión el párroco; un coche esperaba a la puerta de la sacristía de San Efrén; Iñigo, ya destinado a Alicante, cogió el tren mixto con su esposa, y se sabe de ellos que andan por allá satisfechísimos y que pronto tendrán un nene… Estos son los hechos; pero los hechos, ¿qué importan? Lo único que vale son los móviles de los hechos…
Vamos, ¿cree usted, le cabe en la cabeza que tal enlace fuese imposición expresa de la misma Borja Eguía? ¿No tiene aire de novela eso de que Borja -y ¿a quién se lo fue ella a confiar? ¿Cómo se sabe?- dijese a su hermana: «Iñigo viene por mí, según afirma, pero sus ojos, que antes no se apartaban de mi cara, ahora no se apartan de la tuya. No creas que lo extraño: tengo espejo. Es tan natural mirar a una rosa, como desviar la vista de un cardo. Iñigo se casaría conmigo ahora mismo si yo lo exigiese… No quiero su mano, ni su nombre, ni su vida sin sus ojos… No llores, criatura… un abrazo para que se lo transmitas a mi hermano Iñigo…
¡Bah -concluyó Mauro, sentándose y cruzando una pierna sobre otra-. La gente se pirra por lo sentimental… Sabe Dios lo que habrá sucedido en casa de Borja, y si las hermanas se arrancarían el moño. Ello es que desde entonces Borja no sale de la iglesia.
FIN