Siglo XIII
Cuento escrito por Emilia Pardo Bazán. Era esa hora en que, sin espesarse aún las sombras de la noche, se levanta un soplo frío y se ve ya la luna, como arco pálido, en el oro verdoso de cielo donde se apagan las últimas claridades solares, cuando encontré al ciego y a la niña que le sirve de lazarillo sentados en un ribazo del camino, descansando.
Me interesan, me atraen los mendigos de profesión. Son un resto del pasado; son tan arcaicos y tan auténticos como un mueble o un esmalte. Van a desaparecer; se cuentan en el número de lo que la evolución inevitable se prepara a borrar con el dedo. A la vuelta de una centuria no quedará en la redondez de la tierra hombre dispuesto a tender la mano a otro. La limosna está desacreditada; el que puede darla desconfía, ve doquiera lisiados fingidos que esconden millones en los andrajos; el que puede pedirla va creyendo que tiene derecho a más, a cosa diferente, que se rebaja, que se deshonra. El altruismo científico desdeña la caridad. El ciego que hallo en este camino de aldea orlado de madreselvas en flor que embalsaman, al pie de un castaño, tiene ya para mí algo de la poesía melancólica del anochecer que envuelve su figura, y al darle unas monedas de vellón, creo estar realizando un deporte de la Edad Media, a la puerta de algún reducido santuario, o interrumpiendo el bordado de un tapiz, sentada en el poyo de alguna fenestra ojival.
Goza de gran popularidad este ciego. Llámase el tío Amaro, el de la Espadanela, y le conocen y solicitan en veinte leguas a la redonda para todas las fiestas, holgorios, bodas y romerías, donde su zanfona y sus cantares son complemento obligado del regocijo de la gente aldeana. El primer vaso de clarete y la primera escudilla de caldo, al tío Amaro se destinan. Antaño le guiaba un rapaz más malo que la rabia, listo como una centella, un pillete digno de que le incluyese Murillo en su colección de granujas; pero el chico creció; el rey se dignó reclamarle para su servicio, y como no tenía las pesetas de la redención, allá se fue a barrer el cuartel, mondar patatas y desempeñar otros menesteres igualmente marciales y heroicos. En las funciones de lazarillo del ciego de Espadanela le emplazaba ahora Sidoriña, alias Finafrol, una abandonada a quien sus padres, al embarcar para Buenos Aires, dejaron en el puerto, como se deja un trasto ya inútil que no vale el trabajo de izarlo a bordo. Allí estaba Finafrol, con sus ojos verdes, enigmáticos, de líquida pupila; su carita retostada por el sol, que es la linterna de los vagabundos; sus greñas color de cáñamo, que la iluminaban como un nimbo, y los remiendos de su saya de grana desteñida, y los pies descalzos, encallecidos en el trajín de caminar a toda hora sobre polvo seco, guijarros y abrojos picones.
-¿Dónde se duerme hoy, Sidoriña?
-En la posada de los pobres -contestó naturalmente, con una sonrisa que parecía significar: «¿Dónde ha de ser?»
Y… la verdad es que yo no sabía hacia qué parte cae esa posada de los pobres. En el primer momento creí que era el cielo raso, el diamantino pabellón de estrellas que Dios extiende gratis sobre el mundo; después calculé que sería cualquier alpendre, cualquier pajar que los dos mendigos encontrasen. A estos bergantes, ya se sabe, les viene bien todo; aquí caen, aquí se agarran; no hay garrapata más mala de desprender que ellos. El cubil ruinoso y hediondo del cerdo, el tibio establo de la vaca, el hórreo vacío, la choza en construcción, excelentes para una noche. Los aldeanos, con bastante frecuencia, en invierno, les permiten acostarse a la vera del hogar, al amor del rescoldo que se extingue. Las únicas puertas que no se abren para el vagabundo son las de los ricos… Allí ya no llaman. ¿Para qué?
Mientras el ciego, creyendo su deber pagar la limosna, se levanta rígido, envuelto en el capotón mugriento, previene la zanfona, le arranca un melodioso mosconeo, y entona en ronca voz las más perfiladas coplas de su repertorio de salutación y alabanza, no ceso de pensar qué será esa posada de los pobres, en la cual están seguros el viejo y la niña de pasar la noche, que ya cae derramando cenizosa neblina entre la arboleda y sobre los setos floridos, cristalizando la tierra con el rocío glacial de los primeros crepúsculos de otoño. Sidoriña, también en pie, rasca una contra otra dos grandes veneras o conchas de Santiago, acompañando el canticio del ciego y el zumbido de la zanfona, y me cuesta trabajo que interrumpan la serenata, porque se consideran obligados estrictamente a dar, por cada perrilla, una copla lo menos. Así que logro imponerles silencio, preguntó a Finafrol, acariciando sus guedejas de cáñamo tosco y enredado:
-A ver, rapaza… ¿qué posada de los pobres es esa?
-¿No sabe? -exclamó, atónita de mi ignorancia-. Es ahí, en la casa del tío Cachopal. Ahí en el mismo lugar de Miñobre… Según se baja para la carretera de Areal, a la orilla del mar… Antes del molino de Breame.
-La mochacha no esprica -intervino el ciego, sentencioso y solícito-. Esto de la posada lo hay que espricar, porque los señores del señorío, ¿qué les importa? A ellos no les hace falta, que tienen sus boenas camas compridas, con sus seis colchones para la blandura, si cuadra, y sus doce mantas si corre frío, y sus tres colchas muy riquísimas; pero al pobre que anda a las puertas, conviénele saber dónde está seguro el tejado y el saco relleno de paja para no se molestar tanto las costillas. Por el día, al ciego -y se dio un golpe en el esternón- no le falta una sombra en que remediarse con la caridad que va recogiendo de las boenas almas; y si, verbo en gracia, no tiene más que unas pataquitas crudas, tan conforme… ¡Nunca nos falten, Asús y la Virgen! Finafrol apaña ramas secas, arma fuego y asa las patatas, o las castañas, o la espiga tierna, o el tocino rancio, o lo que venga en la alforja, lo que los dinos caballeros del Señor misericordioso nos quisieron dar… Pero luego escurece, ¡escurece!, y un hombre, aunque se quiera valer con la capa, no se vale, que la friaje le entra mismo hasta la caña de los huesos. Ahí está la cuenta porque el ciego -otra puñada que sonó como en olla vacía- siempre reza por el tío Cachopal y por el alma de sus obligaciones y de su abuelo, ¡que ya en tiempo de él era allí posada de pobres! ¡Si hacerá para arriba de cien años! Esa casta de Cachopal es toda así, tan santa, que con la sangre de ellos se pueden componer medicinas. El abuelo fue quien discurrió que tenían un cobertizo muy grandísimo y que los pobres podíamos dormir allí ricamente. El ciego -golpe a la zanfona- lleva ya cincuenta años de pedir por los caminos, y cuando no tiene cama, ¡arriba, a casa de Cachopa! Nos da un saco lleno de paja o de hierba, y la cena, el caldo caliente… Así hizo su padre, así su abuelo, así hacen él y la mujer todo el año. Que se junten veinte pobres, que se junten más, no falta el saco de paja ni el caldo de berzas. Nadie se acuesta con la barriga vacía, nadie, ni un can. Y con licencia de usía vamos cara allá, ei, Finafrol…, que ya cai el orvallo; ya será tarde. ¡Santas y boenas noches nos dé Dios! ¡A la obediencia de usía!
La chiquilla y el ciego se levantaron, y despacito emprendieron su caminata, desapareciendo lentamente entre la neblina gris, húmeda, que penetraba de melancolía el corazón. Esperábalos allí la caridad aldeana, la caridad tosca y sencilla y alegre de los tiempos medievales, que ni se anuncia en periódicos ni se premia en sesiones académicas, entre guirnaldas de discursos y derroche de retórica moral. Oscura y humilde, la familia de cristianos labradores, que desde hace un siglo da posada al peregrino y de comer al hambriento, no extraña que no lo sepan sino los que lo necesitan, y tal vez llega a encontrar su único placer, el interés de su oscura existencia, en la reunión de los andrajosos dicharacheros, a su manera oportunos, socarrones, expertos, enterados de todas las noticias. A dos pasos de la civilización, ahí está esa pintada tabla mística, ese hogar franciscano abierto al mendigo.