Cláusula testamentaria
De: J. M. Machado de Assis
Se cumplió fielmente esta cláusula testamentaria. Joaquim Soares hizo el cajón en que fue introducido el cuerpo del pobre Nicolás B. de C.; lo fabricó él mismo, con amore; y, por fin, con un gesto cordial, pidió que se le autorizara a no recibir ninguna remuneración. Se daba por bien pagado; el favor que le concediera el difunto era en sí mismo un premio insigne. Sólo deseaba una cosa: copia del texto original de la cláusula. Se la dieron; él la mandó enmarcar y la colgó de un clavo, en el negocio. Los otros fabricantes de cajones, pasado el asombro, exclamaron que la disposición testamentaria era una desmesura. Felizmente -y ésta es una de las ventajas de la organización social-, felizmente todas las demás clases entendieron que aquella mano, brotando del abismo para bendecir la de un obrero modesto, había practicado una acción rara y magnánima. Corría el año 1855; la población estaba más concentrada; no se habló de otra cosa. El nombre de Nicolás revoloteó durante muchos días en la imprenta de la corte, de donde pasó a las de las provincias. Pero la vida universal es tan variada, los sucesos se acumulan con tal intensidad, y con tal prontitud y, finalmente, la memoria de los hombres es tan frágil, que un día llegó en que la acción de Nicolás cayó totalmente en el olvido.
No vengo a restaurarla. Olvidar es una necesidad. La vida es una pizarra, en la que el destino, para escribir un nuevo episodio, tiene que borrar el anterior. Obra de tiza y esponja. No, no vengo a restaurarla. Hay millares de acciones tan hermosas y aún más hermosas que la de Nicolás, que han sido devoradas por el olvido. Vengo a decir que la cláusula testamentaria no es un efecto sin causa; vengo a mostrar una de las mayores curiosidades mórbidas de este siglo.
Sí, lector amado, vamos a entrar en plena patología. Ese niño que ahí veis, a fines del siglo pasado (en 1855, cuando murió, tenía Nicolás sesenta y ocho años), ese niño no es un producto sano, no es un organismo perfecto. Al contrario, desde los más tiernos años, manifiesta mediante actos reiterados que hay en él algún vicio interior, alguna falla orgánica. No se puede explicar de otro modo la obstinación con que él corre a destruir los juguetes de los otros niños, no digo los que son iguales a los de él, o aun inferiores, sino los que son mejores o más costosos. Menos aún se comprende que, en los casos en que el juguete es único o por lo menos inusual, el joven Nicolás consuele a la víctima con dos o tres puntapiés; nunca menos de uno. Todo esto es oscuro. Culpa del padre no puede ser. El padre era un honrado comerciante o comisionista (la mayor parte de las personas a las que aquí se le da el nombre de comerciantes, decía el marqués de Lavradio, son nada más que simples comisionistas), que vivió con cierto brillo, en el último cuarto del siglo, hombre ríspido, austero, que amonestaba al hijo y, cuando era necesario, lo castigaba. Pero ni las amonestaciones ni los castigos servían de nada. El impulso interior de Nicolás era más eficaz que todos los bastones paternos; y, una o dos veces por semana, el pequeño reincidía en el mismo delito. Los disgustos de la familia eran profundos. Cierta vez llegó, incluso, a ocurrir algo que, por sus gravísimas consecuencias, merece ser contado.
El virrey, que era por entonces el conde de Resende, andaba preocupado por la necesidad de construir un muelle en la playa de don Manuel. Esto, que sería hoy un simple episodio municipal, era en aquel tiempo, teniendo en cuenta las reducidas proporciones de la ciudad, una empresa importante. Pero el virrey no tenía recursos; los fondos públicos apenas podían cubrir las demandas ordinarias. Hombre de Estado, y probablemente filósofo, engendró un expediente no menos suave que proficuo; distribuir, a cambio de donativos pecuniarios, puestos de capitán, teniente y alférez. Divulgada la resolución, entendió el padre de Nicolás que era la ocasión propicia para figurar, sin peligro, en la galería militar del siglo, al mismo tiempo que con ello desmentía una doctrina brahamánica. De hecho, consta en las leyes de Manu que de los brazos de Brahma nacieron los guerreros, y del vientre los agricultores y comerciantes; el padre de Nicolás, al adquirir el rango de capitán, enmendaba ese punto de la anatomía gentilicia. Otro comerciante, que con él competía en todo, si bien eran parientes y amigos, apenas se enteró del cargo que le fuera conferido, fue también a llevar su piedra al muelle. Desgraciadamente, el despecho por haberse retrasado algunos días, le sugirió un arbitrio de mal gusto y, en nuestro caso, funesto; así fue que él pidió al virrey otro puesto de oficial del puerto (tal era el nombre dado a los agraciados por aquel motivo) para un hijo de siete años. El virrey vaciló pero el pretendiente, además de duplicar la donación, se empeñó a fondo en lograr lo que deseaba, y el niño fue nombrado alférez. Todo se cumplió en secreto; el padre de Nicolás sólo se enteró de lo ocurrido el domingo siguiente, en la iglesia del Carmen, al ver a los dos, padre e hijo, siendo que el niño lucía un uniforme en el que, por gentileza, le habían enfundado el cuerpo. Nicolás, que allí estaba también, se puso lívido; después, llevado por un impulso, se arrojó sobre el joven alférez y le destrozó el uniforme, antes que los padres pudiesen socorrerlo. Fue un escándalo. La gritería del pueblo, la indignación de los devotos, las quejas del agredido, interrumpieron por algunos instantes las ceremonias eclesiásticas. Los padres intercambiaron algunas palabras afuera, en el atrio, y se separaron peleados para siempre.
-¡Este muchacho será nuestra perdición! -vociferaba el padre de Nicolás, en su casa, después del episodio.
Nicolás recibió entonces muchos golpes, soportó mucho dolor, lloró, sollozó; pero en su conducta nada cambió. Los juguetes de los otros niños no corrieron menores riesgos. Lo mismo ocurrió con las ropas. Los niños más ricos del barrio no salían a la calle sino con las más modestas vestimentas de entrecasa, único modo de escapar a las uñas de Nicolás. Con el transcurso del tiempo, extendió él su aversión a las caras, cuando eran bonitas o consideradas como tales. La calle donde él vivía contaba con un sinnúmero de caras lastimadas, arañadas, contusas. Las cosas llegaron a tal punto, que el padre resolvió encerrarlo en su casa durante tres o cuatro meses. Fue un paliativo y, como tal, excelente. Mientras duró la reclusión, Nicolás se mostró poco menos que angelical; excepción hecha de aquella inclinación mórbida, era tierno, dócil, obediente, amigo de la familia, puntual en las oraciones. Pasados los cuatro meses, el padre lo soltó; ya era hora de que se encargase de él un profesor de lectura y gramática.
-Déjemelo a mí -dijo el profesor-; déjemelo a mí. Le aseguro que con esto (y señalaba el rebenque)… con esto se le van a ir las ganas de maltratar a los compañeros.
¡Frívolo! ¡Tres veces frívolo profesor! Sí, no hay duda que él logró resguardar la integridad de los niños hermosos y las ropas vistosas, reprimiendo decididamente las primeras embestidas del pobre Nicolás; pero ¿se logró acaso que él se curase de su mal? Al contrario, obligado a contenerse, a tragar sus impulsos, padecía el doble, se volvía más lívido, con reflejos de un verde bronce; en ciertos casos se veía obligado a poner los ojos en blanco o a cerrarlos para no reventar, decía. Por otro lado, si bien dejó de perseguir a los más atractivos o mejor vestidos, no perdonó a los que se mostraban más adelantados en el estudio; los golpeaba, les quitaba los libros, y los arrojaba fuera de su alcance, a las playas o a las aguas costeras. Riñas, odios, tales eran los frutos de la vida para él, además de los dolores crueles que padecía, y que la familia se empecinaba en no entender. Si agregamos que él no pudo estudiar nada en forma sostenida, sino a los trancos, y mal, como los vagabundos comen, nada fijo, nada metódico, habremos visto algunas de las dolorosas consecuencias del hecho mórbido, oculto y desconocido. El padre, que soñaba con ver a su hijo en la universidad, sintiéndose obligado a estrangular también esa ilusión, estuvo a punto de maldecirlo; fue la madre quien lo salvó.
Partió un siglo, llegó otro, sin que desapareciera la lesión de Nicolás. Murió su padre en 1807 y su madre en 1809; su hermana se casó con un médico holandés trece meses después. Nicolás pasó a vivir solo. Tenía veintitrés años; era uno de los petimetres de la ciudad; pero un petimetre singular, que no podía toparse con ningún otro, ya fuese más favorecido de facciones, o portador de algún chaleco especial, sin que padeciese un dolor violento, tan violento que lo obligaba a veces a morderse el labio hasta hacerlo sangrar. Había ocasiones en que se tambaleaba; otras en que le corría por la comisura de la boca un hilo casi imperceptible de espuma. Y el resto no era menos cruel. Nicolás quedaba, entonces, ríspido; en su casa todo le molestaba, todo le resultaba incómodo, todo nauseabundo; hería la cabeza de los esclavos con los platos, que además terminaban rotos, y perseguía a los perros a patadas; no tenía un minuto de tranquilidad, no comía, o comía mal. Por fin se dormía; y menos mal que dormía. El sueño reparaba todo. Despertaba plácido y afable, con alma de patriarca, y besaba a los perros entre las orejas, dejándose lamer por ellos, dándoles lo mejor de sí, entablando con los esclavos relaciones más familiares y tiernas. Y todos, perros y esclavos, olvidaban los golpes de la víspera, y acudían a su llamado obedientes, enamorados, como si éste fuese el verdadero señor y no el otro.
Un día, en que estaba en casa de su hermana, le preguntó ésta por qué no seguía alguna carrera, algo que lo mantuviera ocupado, y…
-Tienes razón; voy a pensarlo -dijo él.
Intervino el cuñado y se manifestó a favor de un cargo en la diplomacia. El cuñado empezaba a sospechar que padecía alguna enfermedad y suponía que el cambio de clima bastaría para restablecerlo. Nicolás consiguió una carta de presentación, y fue a entrevistarse con el ministro de asuntos extranjeros. Lo encontró rodeado por algunos oficiales de la secretaría de su competencia, a punto de ir a la corte a llevar la noticia de la segunda caída de Napoleón, noticia que llegara algunos minutos antes. La figura del ministro, las circunstancias del momento, las reverencias de los oficiales, todo eso produjo tal impacto en el corazón de Nicolás, que él no pudo encarar al ministro. Se empeñó, seis a ocho veces en levantar los ojos, y la única ocasión en que lo consiguió, se le pusieron tan bizcos, que no veía a nadie, o sólo una sombra, un bulto, que le lastimaba las pupilas, al mismo tiempo que sus facciones se iban poniendo verdes. Nicolás retrocedió, extendió la mano temblorosa hacia el repostero y huyó.
-¡No quiero ser nada! -dijo él a la hermana, cuando llegó a la casa-; me quedo con ustedes y mis amigos.
Los amigos eran los muchachos más antipáticos de la ciudad, vulgares e insignificantes. Nicolás los había elegido intencionalmente. Vivir segregado de los más descollantes era para él un gran sacrificio; pero como tendría que padecer mucho más conviviendo con ellos, soportaba la situación. Esto demuestra que él tenía un cierto conocimiento empírico del mal y del paliativo. Lo cierto es que, con esos compañeros, desaparecían todas las perturbaciones fisiológicas de Nicolás. Él los miraba sin empalidecer, sin bizquear, sin tambaleos, sin nada. Además, ellos no sólo le evitaban la natural irritabilidad, sino que también se empeñaban en hacerle la vida, si no grata, al menos tranquila; y para eso tenían para con él las mayores delicadezas del mundo, rodeándolo de actitudes serviles o teñidas de una cierta familiaridad inferior. Nicolás amaba en general las naturalezas subalternas, como los enfermos aman la droga que les restituye la salud; las acariciaba paternalmente, las estimulaba abundante y cordialmente, les prestaba dinero, les ofrendaba caricias, les abría el alma… Llegó el día del grito de Ipiranga; Nicolás se metió en la política. En 1823, habremos de encontrarlo en la Constituyente. Ni qué decir del empeño con que él cumplió con las obligaciones contraídas. Íntegro, desinteresado, patriota, no ejercía gratuitamente esas virtudes públicas, sino a costa de grandes tempestades morales. Puede decirse, metafóricamente, que las tareas de la Cámara le costaban sangre. Y no sólo porque los debates le parecían insoportables, sino también porque le era difícil encarar a ciertos hombres, especialmente ciertos días. Montezuma, por ejemplo, le parecía engreído; Vergueiro, pesado, los Andradas, execrables. Cada discurso, no sólo de los principales oradores, sino también de los secundarios, era para Nicolás un verdadero suplicio. Y, no obstante, no faltaba a ninguno, siempre firme, puntual. Las votaciones nunca lo encontraron ausente; nunca su nombre sonó sin eco al hacerse oír en la augusta sala. Sea cual fuere la magnitud de su desesperación, sabía contenerse y poner la idea de la patria por sobre las necesidades personales de depararse un alivio. Tal vez aplaudiese in petto el decreto de la disolución. No lo afirmo pero hay buenas razones para creer que Nicolás, pese a las muestras exteriores, se sintió satisfecho al ver disuelta la asamblea. Y si esta conjetura es verdadera no menos lo será la que sigue: que la deportación de algunos de los líderes constituyentes, declarados enemigos públicos, vino a aguarle aquel placer. Nicolás, que había padecido sus discursos, no padeció menos con el exilio, puesto que les acarreó cierto destaque. ¡Ah, por qué no lo habrán exiliado a él también!
-Te podrías casar, Nicolás -le dijo la hermana.
-No tengo novia.
-Te consigo una ¿quieres?
Era un plan del marido. En opinión de éste, la molestia de Nicolás había sido descubierta; se trataba de una lombriz intestinal que se nutría del dolor del paciente, o sea, de una secreción especial, producida ante la contemplación de ciertos hechos, situaciones o personas. Toda la cuestión consistía en matar la lombriz; pero no conociendo ninguna sustancia química adecuada para destruirla, restaba el recurso de impedir la secreción, ya que su eliminación acarrearía el mismo resultado. Por lo tanto, urgía casar a Nicolás con alguna muchacha bonita y agraciada, separarlo del ajetreo ciudadano, alojarlo en alguna hacienda, adonde llevaría la mejor vajilla, los mejores muebles, los amigos más bajos, etcétera.
-Todas las mañanas -prosiguió él- recibirá Nicolás un diario que voy a mandar imprimir con el único fin de decirle las cosas más agradables del mundo, y decirlas nominalmente, recordando sus modestos, pero proficuos trabajos en la Constituyente, y atribuyéndole muchas andanzas amorosas, expresiones brillantes y actitudes valerosas. Ya hablé con el almirante holandés y logré que consintiera en que, de vez en cuando, fueran a visitar a Nicolás algunos de sus oficiales para decirle que no podían retornar a La Haya sin antes haber tenido el honor de contemplar a un ciudadano tan eminente y simpático, en quien se ven aunadas cualidades excepcionales y, de ordinario, excluyentes. En cuanto a ti, si pudieras lograr que alguna modista, la Gudin por ejemplo, diese el nombre de Nicolás a un sombrero o mantilla, ayudarías en mucho a la recuperación de tu hermano. Cartas amorosas anónimas, enviadas por correo, son un recurso eficaz… Pero empecemos por el principio, que es casarlo.
Nunca un plan fue ejecutado con mayor conciencia. La novia elegida era la más esbelta, o una de las más esbeltas de la capital. Los casó el propio obispo. Recluido en la estancia, los acompañaron allí sólo algunos de sus amigos más triviales; se imprimió el diario, se le enviaron las cartas, se sobornó a las visitas. Durante tres meses todo anduvo a las mil maravillas. Pero la naturaleza, empeñada en sorprender al hombre, mostró una vez más que ella posee secretos imprevisibles. Uno de los medios de agradar a Nicolás era elogiar la belleza, la elegancia y las virtudes de su mujer; pero la molestia había avanzado y lo que parecía remedio excelente sólo contribuyó a agravar el mal. Nicolás, al cabo de algún tiempo, empezó a encontrar ociosos y excesivos tantos elogios a su mujer, y eso bastaba para impacientarlo y la impaciencia para producirle la fatal secreción. Parece que llegó al punto de no poder encararla durante largos periodos, e incluso a mirarla con malos ojos; sobrevinieron algunos enfrentamientos que hubieran sido el principio de una separación, de no haber muerto ella poco después. El dolor de Nicolás fue profundo y verdadero; pero la cura se interrumpió en seguida, porque él volvió a Río de Janeiro, donde vamos a encontrarlo, tiempo después, entre los revolucionarios de 1831.
Si bien puede parecer temerario querer precisar las causas que llevaron a Nicolás al Campo de la Aclamación, la noche del 6 de abril, pienso que no andará lejos de la verdad quien suponga que -fue el razonamiento de un ateniense célebre y anónimo- tanto los que alababan como los que denigraban al emperador habían colmado la paciencia de Nicolás. Ese hombre que inspiraba entusiasmos y odios, cuyo nombre era repetido donde quiera que Nicolás se encontrase, en la calle, en el teatro, en las casas que visitaba, se convirtió en una auténtica persecución mórbida, de allí el fervor con que él se incorporó al movimiento de 1831. La abdicación fue un alivio. Verdad es que la Regencia lo encontró al poco tiempo entre sus adversarios; y hay quien afirme que él se afilió al Partido Caramurú o Restaurador, cosa de la que no hay constancia. Lo cierto es que la vida pública de Nicolás cesó con la mayoridad de Pedro II.
La enfermedad se había apoderado definitivamente del organismo. Nicolás, poco a poco, se iba enclaustrando en la soledad. No podía realizar ciertas visitas, frecuentar ciertas casas. El teatro apenas lograba distraerlo. Estaba tan agudizado el trastorno de sus órganos auditivos, que el ruido de los aplausos le producía dolores atroces. El entusiasmo de la población fluminense ante la famosa Candiani y la Merea, especialmente el que despertaba la Candiani, cuyo coche había sido arrastrado por algunos brazos humanos, obsequio tan insigne como no lo harían al propio Platón, ese entusiasmo, digo, fue una de las mayores mortificaciones ocasionadas a Nicolás. Él llegó al punto de no ir más al teatro, de encontrar a la Candiani insoportable, y preferir la Norma de los organillos a la de la prima donna. No era por un patriotismo exagerado que le gustaba oír a João Caetano, en los primeros tiempos; pero al final, también lo abandonó, y casi lo mismo ocurrió con todos los teatros.
«¡Está perdido!», pensó el cuñado. «Si pudiéramos injertarle un intestino nuevo…»
¿Cómo pensar en semejante absurdo? Estaba naturalmente perdido. Ya no bastaban las distracciones domésticas. Las tareas literarias a que se entregó, versos de familia, glosas celebratorias y odas políticas, no duraron mucho tiempo, y puede ser incluso que le hayan intensificado el mal. De hecho, un día, le pareció que esta ocupación era la cosa más ridícula del mundo, y los aplausos consagrados a Gonçalves Días, por ejemplo, le dieron idea de un pueblo trivial y dominado por el mal gusto. Ese sentimiento literario, fruto de una lesión orgánica, terminó por volverse sobre la propia lesión, al punto de producir graves crisis, que lo tuvieron algún tiempo postrado. El cuñado aprovechó la oportunidad para desterrar de su casa todos los libros de cierto porte.
En cambio resulta menos explicable la desprolijidad con que pocos meses después empezó a vestirse. Educado en el culto de la elegancia, era un viejo cliente de Plum, uno de los principales sastres de la corte, y no pasaba un solo día sin que fuese a peinarse a Desmarais y Gérard, coiffeurs de la cour, en la Rua do Ouvidor. Parece que cierto día encontró demasiado soberbia esta denominación de peluqueros de la corte, y los castigó yendo a peinarse con un barbero de quinta categoría. En cuanto al motivo que lo indujo a modificar sus hábitos en el atuendo, repito que es enteramente oscuro, y a no ser por razones de edad, resulta inexplicable.
La despedida del cocinero es otro enigma. Nicolás, por insinuación del cuñado, que quería distraerlo, ofrecía dos cenas por semana; y los comensales eran unánimes en considerar que el cocinero de Nicolás descollaba por sobre todos los de la capital. Realmente, los platos eran buenos, algunos excelentes, pero el elogio era un tanto enfático, excesivo, con el propósito, justamente, de complacer a Nicolás, y así fue durante un tiempo. ¿Cómo entender, empero, que un domingo, terminada la cena, que había sido magnífica, despidiese él a un varón tan insigne, causa indirecta de algunos de sus momentos más deliciosos en la tierra? Misterio impenetrable.
-¡Era un ladrón! -fue la respuesta que le dio al cuñado.
Ni los esfuerzos de éste ni los de la hermana y de los amigos, ni de los bienes, nada mejoró a nuestro triste Nicolás. La secreción intestinal se hizo crónica, y la lombriz se había multiplicado infinitamente, teoría que no sé si es verdadera, pero que era, al fin de cuentas, la del cuñado. Los últimos años fueron cruentos. Casi se podría jurar que él vivió entonces, con el cutis continuamente verdoso, irritado, con los ojos bizcos, padeciendo para sus adentros mucho más de lo que hacía sufrir a quienes lo rodeaban. La cosa más ínfima o la más tremenda le trituraba por igual los nervios: un buen discurso, un artista hábil, un carruaje, una corbata, un soneto, un dicho, un sueño interesante, todo le provocaba una crisis.
¿Habrá querido dejarse morir? Así podría suponérselo, al ver la impasibilidad con que rechazó los remedios de los principales médicos de la corte; fue necesario recurrir a la simulación y administrarlos, por fin, como recetados por un ignorante de la época. Pero ya era tarde. La muerte se lo llevó al cabo de dos semanas.
-¿Joaquim Soares? -vociferó atónito el cuñado, al enterarse de la cláusula testamentaria del difunto que ordenaba que el cajón fuese fabricado por el susodicho. Pero los cajones de ese hombre son de pésima calidad, y…
-¡Paciencia! -lo interrumpió su mujer-; la voluntad de mi hermano ha de cumplirse.