Inútil

Cuento escrito por Emilia Pardo Bazán. Mientras sus amos y todos los demás servidores salían por la vetusta portalada tupida de hiedra, que ya encubría el blasón de los Valdelor, Carmelo, el mayordomo viejo, experimentaba el mismo recelo de costumbre, siempre que le dejaban así, guardando el pazo, solo, como se deja en un corral a un mastín desdentado y caduco. «¿Y si vienen?», pensaba, rumiando los noticierismos de tertulia aldeana en la cocina y en las deshojas de maíz.

La culpa de semejante caso teníala el capellán, su ocurrencia de largarse a Compostela a consultar con el sapientísimo médico Varela de Montes… Señores y criados se veían compelidos a oír la misa parroquial de Proenza, a dos leguas y media de Valdelor; toda una caminata por despeñaderos, para que, al fin, el abad, reñido de antiguo con don Ciprián de Valdelor por no sé qué cuestiones de límites de una heredad de patatas, alargase a propósito la misa a fuerza de plática y reponsos, con el fin de retrasarle al gordo hidalgo la hora de sentarse ante el monumental cocido de mediodía. ¡Que se fastidiase! Y, adrede, el abad se eternizaba en los latines, recalcando, de un modo pedantesco por lo despacioso, los sacros textos. No es de extrañar que don Cipriano saliese hacia Proenza de humor perruno, al paso que su hija Ermitas iba jubilosa, a lomos de su pollina gris enjamugada de terciopelo granate y con frontelera de lucios cascabeles. Ermitas se reía en las narices de Carmelo, al mirarle tan cariacontecido.

-¿Qué es eso? Hay miedo, ¿eh, viejiño? ¿Y a qué tenemos miedo? ¿Al cocón? ¿Qué va a pasar a las diez de la mañana, con este sol de gloria? ¿Por qué no vienes también a Proenza?

Carmelo señalaba a sus piernas flojas, temblonas, de achacoso, y murmuraba:

-No hay ánimos… Está uno derreado… Y tampoco se podrá dejar la casa sin compaña ninguna.

-Si estás derreado, no servirás para guardarla -respondía la mayorazga alegremente-. Bueno, no te apures. No anda gente mala en estas parroquias.

-Anda más arriba de Proenza, cara a Boán -afirmaba temerosamente el anciano-. Dijéronme antiyer…

-Cacareos de comadres -intervenía don Cipriano-. ¡Y si andan, que vengan! Se les hará un bonito recibimiento. Tres criados, el capellán, cuando vuelva, y yo; total, cinco hombres; armas cargadas de sobra… Llevarían que rascar.

Sin falta, saltaba Ermitas Valdelor:

-¡Cinco hombres! Y luego, ¿María Lorenza y yo íbamos a quedarnos sentadas o a fecharnos en el desván?

A lo cual, María Lorenza, mozallona fornida, que así barría y guisaba como ensillaba la yegua de su señor, exclamaba briosa:

-¡A fe, yo tumbo a uno! ¡Así Dios me salve, le tumbo escarranchado!

Carmelo agachaba la cabeza. ¡Cinco hombres! A él no le contaban, y era natural. No es hombre un abuelo que ni tiene pulso para meter una llave por el agujero de una cerraja.

-¡Vayan muy dichosos! -mascullaba al alejarse la cabalgata y desaparecer en el recodo del sendero.

Ya no se oían los cascabeles de la borrica, el golpeteo sonoro de las herraduras sobre el pedregal, y en el alma del viejo pesaba la impresión honda de la amplia soledad del campo, sumido en la paz silenciosa, absoluta, del domingo. La naturaleza estaba vacía y solemnemente muda; ni un soplo de aire agitaba las hojas; el mismo regato, tan cantador y vivo, los pardillos y gorriones inquietos, dijérase que callaban y se adormían inmóviles. Allá, a lo lejos, un jirón de niebla, deshilachado suavemente por el sol, flotaba, engarzándose en los riscos de Penamoura. La mirada turbia de Carmelo se fijó en la enhiesta cumbre, y un recuerdo pueril le trajo una asociación de ideas apropiada a su estado de ánimo. «Ahí, en Penamoura, cuentan que enterraron los moros un tesoro muy grandísimo», había pensado el viejo; y este pensar le refrescó el otro, origen principal de sus terrones; el «secreto», la arquilla repleta de ricas onzas portuguesas y castellanas que, ayudado por él, Carmelo, había ocultado el señor de Valdelor en el escondrijo que únicamente los dos conocían… ¿Por qué misteriosos conductos se esparció la noticia del caso? Don Cipriano no lo dijo ni a su hija, y Carmelo…, ni se lo dijera al confesor, así fuese pecado mortal. Ello corrido andaba por el país; que en Valdelor existían onzas, un montón de oro, encanfurnado en un rincón que sólo el amo y el mayordomo sabían, los muy zorros, ladinos… La propia furia de Carmelo cuando los aldeanos aludían al secreto de las onzas, era delatora, era imprudente. Y Carmelo creía que la oculta arquilla hablaba, gritaba, hacía señales, despertando codicias y atrayendo a los malhechores. Por eso no dormía; Por eso le temblequeaban las enclenques piernas, al quedarse abandonado en aquel pazo de carcomidas puertas y tapia desportillada, llena de boquetes. ¡Las onzas! Al olor de las onzas, la gente mala no podía menos de acudir. Y él, ¿cómo las defendía? ¿Era él capaz de defender algo?

Para distraer el temor, dirigióse a la cocina, a cuidar del puchero. Recebó el fuego del hogar con leña menuda, y destapó y espumó la olla, lentamente. El glu-glu del pote colgado le interesó, y lo revolvió con un cucharón largo, profundo. Sus pasos levantaban eco en la vasta cocina desierta. Hasta los canes, a hora semejante, andarían correteando por los sembrados; su oficio era vigilar de noche… De pronto se oyó un pitido de averío que se azora, y unos pollos se refugiaron en la cocina, a trancos grotescos. Carmelo, que dialogaba con los bichos, preguntó en alta voz, sin volverse:

-¿Qué tenedes, malpocados?

Detrás de la cáfila de pollos venían cinco figurones, de cara cubierta por negros pañuelos que el sombrero ancho sujetaba, y en que dos tijeretazos habían recortado el hueco de los ojos. La partida se echó sobre Carmelo y le sujetó. No le ataron. ¿Para qué? Y el capitán se le acercó, hablándole con buen modo, en voz cambiada, de máscara aguardentosa.

-Señor Carmelo, no hay mientes de hacerle mal. Muéstrenos ónden paran las onzas, y nos vamos por onde hemos venido.

El viejo respiraba congojosamente. Se oía el choque de sus dientes amarillos. Sus ojos espantados se desviaban de las horribles caras de sombra. Ni acertaba a contestar: no revolvía la lengua.

-Por señas, amigo -añadió el jefe-. Señale dónde es, que allá vamos.

Débil, extinguido, salió por fin un acento de la apretada gorja.

-No…, no hay… aquí… onzas… No hay.

-¿A ver si tenía yo razón, maldita mi suerte? -vociferó otro de los enmascarados-. Por bien no le sacaremos ni esto. A preguntar de otro modo: ¡hala!

-Cante la verdad, señor Carmelo -insistió el jefe-. Este asunto se ha de despabilar pronto; antes que vuelva de misa la demás familia. Sabemos que está escondido mucho dinero en la casa. ¿Onde? Apriesa, que le conviene.

Un hilito de voz cascada repitió:

-Aquí… no hay nada… nada de onzas.

El jefe blasfemó.

-…¡Dios!… Ya que se le antoja, será… Alistarse, rapaces…

Arrastraron fácilmente al anciano hacia el fuego que acababa de recebar, y que ardía restallando, enrojeciendo la oscura panza del pote y las trébedes en que descansaban las ollas. Desviaron las más próximas, y arrodillando a Carmelo de un empujón, le apoyaron ambas manos en la brasa. Un alarido de salvaje dolor subió al cielo.

-A levantarlo -dispuso el jefe-. Ahora hablará.

Le enderezaron, le echaron agua por la faz cérea y contraída -estaba desvanecido-, y al verle entreabrir los párpados, porfiaron con duro tono. El viejo movía la cabeza, diciendo que no, y que no, débilmente.

-¡Vuelta al fuego!

Y despacio, con rabia fría, le extendieron las palmas sobre el brasero, avivado por llamitas cortas, en que se evaporaba la resina del pino. Crujían, desnudándose de piel y tegumento, los secos huesos, al tostarse, y el cuerpo, inerte ya, no se revolvía. Sólo al principio, al sentir el ardor infernal del fuego, había sollozado la víctima:

-¡Compasión! ¡Por el alma de vuestras madres!

-Nos ha desgraciado el golpe -refunfuñó el jefe-. Aunque le desollemos no chista.

-¡Si está medio muerto!

De un puntapié le empujaron más adentro del hogar. La llama prendió en la ropa y en el pelo canoso. No hizo un movimiento. Ardía mejor que la yesca y la madera apolillada.

Al volver de misa los señores de Valdelor creyeron que era un accidente casual -la caída del viejo en la lumbre-, lo que los privaba de un criado bueno, fiel, pero inútil para el servicio.