El desastre del challenger
En ocasiones, la existencia de procedimientos y políticas no basta para evitar desastres.
Eso es lo que ocurrió en el caso del transbordador espacial Challenger.
El 28 de enero de 1986, el transbordador fue lanzado a un cielo azul y claro.
En sólo 73 segundos, después de un despegue impecable, el Challenger estalló en llamas, se rompió en pedazos y cayó al mar. La tripulación entera perdió la vida.
De inmediato, se suspendieron todos los vuelos de transbordadores, mientras una comisión presidencial no realizara la investigación correspondiente, la cual presentó su informe en junio de 1986.
La causa inmediata de la explosión se debió a un sello redondo defectuoso, encontrado entre los segmentos de los cohetes de propulsión de combustible sólido.
El clima frío y la amortiguación de los vientos durante el lanzamiento debilitaron incluso más los anillos, permitiendo que la flama saliera y desatara la explosión.
La comisión criticó los procedimientos y las políticas administrativas de la NASA. Su dedo apuntó hacia Morton Thiokol, la empresa que construyó los propulsores del cohete.
Algunos ingenieros de esa empresa habían sospechado que algo andaba mal en el diseño básico de los anillos, y aunque se quejaron, escribieron memos y «enviaron señales de alarma» no pasó nada, hasta la explosión.
Los gerentes superiores, evidentemente, consideraban que el trabajo de los ingenieros consistía en aplicar políticas y procedimientos y no en cuestionarlos.
Estos desastres sólo se pueden evitar cuando se crean políticas y procedimientos que pretenden fomentar desacuerdos y disensiones constructivas entre los empleados.
Estas políticas son importantes para mantener la calidad, como lo subraya el 8° punto de Deming, y para eliminar el temor del centro de trabajo.
Además, como señala el desastre del Challenger, dar cabida para la disensión podría ser un imperativo ético.
Fuente: Apuntes de la materia de Administración 2 de la Unideg