Semilla heroica
Cuento escrito por Emilia Pardo Bazán. -Si la santidad de la causa es la que hace al mártir, lo mismo podremos decir del héroe -declaró Méndez Relosa, el joven médico que desde un rincón de provincia empezaba a conquistar fama envidiable-. Sólo es héroe el que se inmola a algo grande y noble. Por eso aquel pobre arrapiezo, a quien asistí y que tanto me conmovió, no merece el nombre de héroe. A lo sumo, fue una semilla que, plantada en buena tierra, germinaría y produciría heroísmo…
-Con todo -objeté- si respecto al mártir las enseñanzas de la Iglesia nos sacan de dudas, sobre el héroe cabe discutir. El concepto del heroísmo varía en cada época y en cada pueblo. Acciones fueron heroicas para los antiguos, que hoy llamaríamos estúpidas y bárbaras. Hasta que los ingleses lo prohibieron, en la India se creía -y se creerá aún, es lo probable- que constituye un rasgo sublime, edificante, gratísimo al Cielo, el que una mujer se achicharre viva sobre el cadáver de su marido
-No niego -declaró Méndez- que la gente llama heroísmo a lo que realiza su ideal, y que el ideal de unos puede ser hasta abominable para otros. El embrión de héroe cuya sencilla historia contaré estuvo al diapasón de ciertos sentimientos arraigados en nuestra raza. Lo que le causó esa efervescencia que hace despreciar la muerte, fue «algo» que embriaga siempre al pueblo español. Lo único que revela que el ideal a que aludo es un ideal inferior, por decirlo así, es que para sus héroes, aclamados y adorados en vida, no hay posterioridad; no se les elevan monumentos, no se ensalza su memoria…
Las plazas de toros -continuó después de una breve pausa- han cundido tanto en el período de reacción que siguió a la Revolución de septiembre, que hasta nuestra buena ciudad de H*** se permitió el lujo de construir la suya, a la malicia, de madera, pero vistosa. Cuando se anunció que el célebre Moñitos, con su cuadrilla, estrenaría la plaza durante las fiestas de nuestra patrona la Virgen del Mar, despertóse en H***, más que entusiasmo, delirio. No se habló de otra cosa desde un mes antes; y al llegar la gente torera, nos dio, no me exceptuó, por jalearla, obsequiarla, convidarla y traerla en palmitas desde la mañana hasta la noche. Les abrimos cuenta en el café, les abrumamos a cigarros y les inundamos de jerez y manzanillas. Nos cautivaba su trazo franco y gravemente afable, aunque tosco; nos hacía gracia su ingenuidad infantil, su calma moruna, aquel fatalismo que les permitía arrostrar el peligro impávidos, y, en suma, aquel estilo plebeyo, pero castizo, de grato sabor nacional. En poco días cobramos afición a unos hombres tan desprendidos y caritativos, valientes hasta la temeridad y nunca fanfarrones, creyendo descubrir en ellos cualidades que atraían y justificaban la simpatía con que en todas partes son acogidos.
Yo me aficioné especialmente a un mocito como de quince años, pálido desmedrado, nervioso, que atendía por el alias de Cominiyo. Venía la criatura con los toreros en calidad de monosabio, y era la perla de su oficio; un chulapillo vivo y ágil como un tití, que parecía volar. Desde la primera de las cuatro corridas de aquella temporada en H***, Cominiyo llamó la atención y se ganó una especie de popularidad por su arrojo, su agilidad de tigre, sus gestos cómicos y su oportunidad en acudir a donde hacía falta. La parte que representaba Cominiyo en el drama desarrollado en el redondel era bien insignificante; pero él se ingeniaba para realzar un papel tan secundario, y cuando de los tendidos brotaban frases de elogio para el rapaz, sus macilentas mejillas se iluminaban con pasajero rubor de orgullo, y sus ojos negros ricamente guarnecidos de sedosas pestañas, irradiaban triunfal lumbre.
Cominiyo me había confiado sus secretas ambiciones. Como el poeta de buhardilla sueña la coronación en el Capitolio; como el recluta sueña los tres entorchados; como el oscuro escribiente la poltrona, Cominiyo soñaba ser picador. En vez de ir a las ancas del caballo, quería ir delante, luciendo la fastuosa chaquetilla de doradas hombreras, el ancho sombrerón de fieltro, los calzones de ante, el rígido atavío de esos hombres curtidos y recios, de piel de badana, en que no hacen mella los batacazos. Pero ¿cuándo lograría Cominiyo ascender tan alto? Probablemente así que hubiese demostrado de una manera indudable su gran corazón; así que hiciere «una hombrá». Y dispuesto estaba a hacerla a cualquier hora, y más que dispuesto deseoso, que el valor pide ocasión y tiempo.
En la cuarta corrida presentóse la ocasión tan anhelada y por cierto que con trágico aparato. El tercer toro, hermoso bicho, de gran poder, dio un juego tal desde que salió a la plaza, que llegó a causar cierto pánico: como aquél pocos. Después de destripar por los aires a dos caballos, la emprendió con el que montaba el picador Bayeta, y en un santiamén dejó al jinete aplastado bajo la cabalgadura, en la cual se ensañó y cebó furioso. Crítica era la situación del picador. El peso del jaco le asfixiaba, y si se rebullese, con él la emprendería el toro. En vano la cuadrilla, a capotazos, quería engañar y distraer a la fiera, y Bayeta, ahogándose, asomada la cabeza por detrás del espinazo del jaco moribundo. Ya el toro se lanzaba hacia la nueva presa, y ya el picador se veía recogido y despedido hasta las nubes, cuando una figurilla menuda apareció firmemente plantada sobre el vientre del tendido caballo, y, retando al toro con temeraria bizarría, le hirió repetidas veces con la mano en el inflamado morro y hasta osó juguetear con los agudos cuernos mientras salvaban al picador. Cominiyo, que realizada la proeza intentaba salir escapado, saltó hacia atrás, resbaló en la viscosa sangre, un charco rojo que el caballo había soltado de los pulmones, y el toro le pilló allí mismo, contra las tablas, y le enganchó y levantó en alto y lo dejó caer inerte.
Corrí a la enfermería y reconocí la herida del muchacho, comprobando una cosa horrible que, a pesar de la impasibilidad profesional, me causó grima. El toro había cogido a Cominiyo por la espalda, en la región lumbar; sin duda la fiera tenía astillado el cuerno, y en la astilla sacó un jirón del hígado, una sangrienta piltrafa. Cominiyo no tenía salvación, y su lucha con la muerte, sostenida por la juventud y la índole de la misma lesión, fue larga y cruel. Ocho días le devoró la fiebre inflamatoria, y como él ignoraba la gravedad de la herida, se agitaba en un frenesí de alegres esperanzas y de ambiciosas aspiraciones. La ovación tributada a su hazaña le tenía borracho de gozo, y me decía entusiasmado, mientras yo trataba de calmar sus dolores, que eran atroces, sobre todo al principio:
-Me he portado como los hombres. Digasté: ¿seré picador?
El día en que le acompañamos al cementerio, yo al ver que le echaban encima la húmeda tierra, pensé mucho sobre el heroísmo. Sería una irrisión plantar laureles en sepultura del rapaz…, y sin embargo, a mí me parecía que de la misma madera del alma de Cominiyo están hechas las almas de algunos que podrían reclamar la sombra del árbol sagrado para su tumba.
Mientras regresábamos comentando la suerte del atrevido monosabio, yo recordaba una copla popular.
Hasta la leña en el monte
tiene su separación;
una sirve para santos;
otra para hacer carbón.