Historia de un contrabajo
Cuento escrito por Anton Chejov. Procedente de la ciudad, el músico Smichkov se dirigía a la casa de campo del príncipe Bibulov, en la que, con motivo de una petición de mano, había de tener lugar una fiesta con música y baile. Sobre su espalda descansaba un enorme contrabajo metido en una funda de cuero. Smichkov caminaba por la orilla del río, que dejaba fluir sus frescas aguas, si no majestuosamente, al menos de un modo suficientemente poético.
«¿Y si me bañara?», pensó.
Sin detenerse a considerarlo mucho, se desnudó y sumergió su cuerpo en la fresca corriente. La tarde era espléndida, y el alma poética de Smichkov comenzó a sentirse en consonancia con la armonía que lo rodeaba. ¡Qué dulce sentimiento no invadiría, por tanto, su alma al descubrir (después de dar unas cuantas brazadas hacia un lado) a una linda muchacha que pescaba sentada en la orilla cortada a pico! El músico se sintió de pronto asaltado por un cúmulo de sentimientos diversos… Recuerdos de la niñez… tristezas del pasado… y amor naciente… ¡Dios mío!… ¡Y pensar que ya no se creía capaz de amar!…
Habiendo perdido la fe en la humanidad (su amada mujer se había fugado con su amigo el fagot Sobakin), en su pecho había quedado un vacío que lo había convertido en un misántropo.
«¿Qué es la vida? -se preguntaba con frecuencia-. ¿Para qué vivimos?… ¡La vida es un mito, un sueño, una prestidigitación…!» Detenido ante la dormida beldad (no era difícil ver que estaba dormida), de pronto e involuntariamente sintió en su pecho algo semejante al amor. Largo rato permaneció ante ella devorándola con los ojos.
«¡Basta! -pensó exhalando un profundo suspiro-. ¡Adiós, maravillosa aparición! ¡Llegó la hora de partir para el baile de su excelencia!» Después de contemplarla una vez más, y cuando se disponía a volver nadando, por su cabeza pasó rauda una idea: «He de dejarle algo en recuerdo mío -pensó-. Dejaré algo prendido en su caña de pescar. ¡Será una sorpresa que le envía un desconocido!» Smichkov nadó suavemente hacia la orilla, cortó un gran ramo de flores silvestres y acuáticas y, después de atarlo con un junco, lo enganchó a la caña. El ramo se hundió hasta el fondo, pero arrastró consigo el lindo flotador.
El buen sentido, las leyes de la naturaleza y la posición social de mi héroe exigirían que este cuento acabara en este preciso punto; pero, ¡ay…! El designio del autor es irreductible… Por causas que no dependen de él, el cuento no terminó con la ofrenda del ramo de flores. Pese a la sensatez de su juicio y a la naturaleza de las cosas, el humilde contrabajo estaba llamado a representar un papel importante en la vida de la noble y rica beldad.
Al acercarse nadando a la orilla, Smichkov quedó asombrado de no ver sus prendas de vestir. Se las habían robado. Unos malhechores desconocidos lo habían despojado de todo mientras él contemplaba a la beldad, dejándole sólo el contrabajo y la chistera.
-¡Maldición! -exclamó Smichkov-. ¡Oh, gentes engendradas por la malicia! ¡No me indigna tanto la pérdida de mi vestimenta, ya que la vestimenta es vanidad, como el verme obligado a ir desnudo, atacando con ello la decencia pública!
Y sentándose sobre el estuche del contrabajo se puso a buscar una solución a su terrible situación.
«No puedo presentarme desnudo en casa del príncipe Bibulov -pensaba-. ¡Habrá damas! ¡Y, además, los ladrones, al robarme los pantalones, se llevaron al mismo tiempo las partituras que tenía en el bolsillo!» Meditó tan largo rato que llegó a sentir dolor en las sienes.
«¡Ah…! -se acordó de pronto-. No lejos de la orilla, entre los arbustos, hay un puentecillo… Puedo meterme debajo de él hasta que anochezca, y cuando sea de noche, en la oscuridad, me deslizaré hasta la primera casa.»
Con este pensamiento, Smichkov se caló la chistera, cargó el contrabajo sobre su espalda y se dirigió con paso vacilante hacia los arbustos. Desnudo y con aquel instrumento musical sobre la espalda, recordaba a cierto antiguo y mitológico semidiós.
Y ahora, lector mío, mientras mi héroe está sentado bajo el puente lleno de tristeza, volvamos a la joven pescadora. ¿Qué había sido de ésta?
Al despertarse la beldad y no ver en el agua su flotador, se apresuró a tirar del sedal. Este se hizo tirante, pero ni el anzuelo ni el flotador salieron a la superficie. Sin duda, el ramo de Smichkov, al llenarse de agua, se había hecho pesado.
«O bien he pescado un pez muy grande o el anzuelo se me ha enganchado en algo», pensó la joven.
Tiró unas cuantas veces más de la cuerda y al fin decidió que el anzuelo se había, efectivamente, enganchado en algo.
«¡Qué lástima! -pensó-. ¡Se pesca tan bien al anochecer…! ¿Qué haré?» La extravagante joven, sin pensarlo mucho, se quitó la ligera ropa y sumergió el maravilloso cuerpo en el agua hasta la altura de los marmóreos hombros. No era tarea fácil desprender el anzuelo del ramo enredado en el sedal; pero la paciencia y el trabajo dieron su fruto. Poco más o menos de un cuarto de hora después, la beldad salía resplandeciente del agua, con el anzuelo en la mano.
Un destino funesto la acechaba, sin embargo. Los mismos granujas que robaron la ropa de Smichkov se habían llevado también la suya, dejándole sólo el frasco de los gusanos.
«¿Qué hacer? -lloró la joven-. ¿Será posible que tenga que marchar de este modo?… ¡No! ¡Nunca! ¡Antes la muerte! Esperaré a que oscurezca, y en la sombra me iré a la casa de la tía Agafia, desde donde mandaré a la mía por un vestido… Mientras tanto, me esconderé debajo del puentecillo…»
Y mi heroína, escogiendo aquellos sitios por donde la hierba era más alta y agachándose, se dirigió corriendo al puentecillo. Al deslizarse bajo éste y ver allí a un hombre desnudo, con artística melena y velludo pecho, la joven lanzó un grito y perdió el sentido.
Smichkov también se asustó. Primeramente tomó a la joven por una ondina.
«¿Es tal vez una sirena venida para seducirme? -pensó, suposición que lo halagó, pues siempre había tenido una alta opinión de su exterior-. Mas si no es una sirena, sino un ser humano, ¿cómo explicarse esta extraña metamorfosis?» -¿Por qué está aquí, debajo de este puente? ¿Qué le sucede? -preguntó a la joven.
Mientras buscaba una respuesta a estas preguntas, la beldad recobró el sentido.
-¡No me mate! -dijo en voz baja-. Soy la princesa Bibulov. ¡Se lo ruego! Lo recompensarán con largueza. Estuve dentro del agua desenganchando mi anzuelo y unos ladrones me robaron el vestido nuevo, los zapatos y las demás ropas.
-Señorita… -dijo Smichkov, con voz suplicante-. A mí también me han robado la ropa, y no sólo eso, sino que, además, al robarme los pantalones se llevaron las partituras que estaban en el bolsillo.
Los contrabajos y los trombones son, por lo general, gente apocada; pero Smichkov constituía una agradable excepción.
-Señorita -dijo, pasados unos instantes-. Veo que la conturba mi aspecto; pero estará usted de acuerdo conmigo en que, por las mismas razones suyas, me es imposible salir de aquí. Escuche, pues, lo que he pensado: ¿aceptará usted meterse en la caja de mi contrabajo y cubrirse con la tapa? Esto la escondería a mi vista…
Diciendo esto, Smichkov sacó el contrabajo del estuche. Por un momento le pareció que al cederlo profanaba el sagrado arte; pero su vacilación no duró largo tiempo. La beldad se metió, encogiéndose, en el estuche y el músico anudó las correas, celebrando mucho que la naturaleza lo hubiera obsequiado con tanta inteligencia.
-Ahora, señorita, no me ve usted. Siga ahí echada y quédese tranquila. Cuando oscurezca la llevaré a casa de sus padres. El contrabajo volveré a buscarlo más tarde.
Una vez anochecido, Smichkov se echó al hombro el estuche que contenía a la beldad, y cargado con él se dirigió a la casa de campo de Bibulov. Su plan era el siguiente: pasaría primero por la casa más próxima para procurarse ropa y proseguiría después su camino…
«No hay mal que por bien no venga -pensaba mientras levantaba el polvo con sus pies desnudos y se doblaba bajo su carga-. Seguramente, por haber intervenido con tanta eficacia en el destino de la princesa Bibulov, seré generosamente recompensado.»
-¿Está usted cómoda, señorita? -preguntaba con el tono de un galante caballero que invita a bailar un quadrillé-. No se preocupe, tenga la bondad, acomódese en mi estuche como si estuviera en su casa.
De repente, se le antojó al galante Smichkov que delante de él y ocultas en la sombra iban dos figuras humanas. Mirando con más detenimiento, se convenció de que no se trataba de una ilusión óptica. Dos figuras caminaban, en efecto, delante de él, llevando unos bultos en la mano.
«¿Serán éstos los ladrones? -pasó por su cabeza-. Parecen llevar algo… Con seguridad, nuestras ropas…
Y Smichkov, depositando el estuche al borde del camino, salió corriendo en persecución de las figuras.
-¡Alto! -gritaba-. ¡Alto!… ¡Atrápenlos!
Las figuras volvieron la cabeza, y al notar que los iban persiguiendo, echaron a correr… Aun durante largo rato escuchó la princesa pasos veloces y el grito de: «¡Alto!, ¡alto!» Por último, todo quedó en silencio.
Smichkov estaba entregado a la persecución, y seguramente la beldad hubiera permanecido largo tiempo en el campo, al borde del camino, si no hubiera sido por un feliz juego de azar. Ocurrió, en efecto, que al mismo tiempo y por el mismo camino, se dirigían a la casa de campo de Bibulov los compañeros de Smichkov, el flauta Juchkov y el clarinete Rasmajaikin. Al tropezar con el estuche, ambos se miraron asombrados.
-¡El contrabajo! -dijo Juchkov-. ¡Vaya, vaya! ¡Pero si es el contrabajo de nuestro Smichkov! ¿Cómo ha venido a parar aquí?
-Esto es que a Smichkov le ha ocurrido algo -decidió Rasmajaikin.
-O que se ha emborrachado y lo han robado… Sea como sea, no debemos dejar aquí el contrabajo. Nos lo llevaremos.
Juchkov cargó el estuche sobre sus espaldas, y los músicos prosiguieron su camino.
-¡Diablos ! ¡Lo que pesa! -gruñía el flauta durante el camino-. ¡Por nada del mundo hubiera consentido yo en tocar en este monstruo! ¡Uf!
Al llegar a la casa de campo del príncipe Bibulov, los músicos dejaron el estuche en el sitio reservado a la orquesta y se fueron al buffet.
En aquella hora ya se habían empezado a encender arañas y brazos de luz.
El novio (el consejero de Corte Lakeich), guapo y simpático funcionario del Servicio de Comunicaciones, con las manos metidas en los bolsillos, conversaba en el centro de la habitación con el conde Schkalikov. Hablaban de música.
-En Nápoles, conde -decía Lakeich-, conocí a un violinista que hacía verdaderos milagros. No lo creerá usted, pero con un contrabajo de lo más corriente lograba unos trinos… ¡Algo fantástico! Tocaba con él los valses de Strauss.
-¡Por Dios! -dudó, el conde-. ¡Eso es imposible!
-¡Se lo aseguro! ¡Y hasta las rapsodias de Listz! Yo vivía en la misma fonda que él y, como no tenía nada que hacer, llegué a aprender en el contrabajo la rapsodia de Liszt.
-¿La rapsodia de Liszt? ¡Hum!… ¿Está usted bromeando?
-¿No lo cree usted? -rió Lakeich-. Pues se lo voy a demostrar ahora mismo. Vamos a la orquesta.
Y el novio y el conde se dirigieron a la orquesta. Se acercaron al contrabajo, desataron rápidamente las correas y… ¡oh espanto!
Pero ahora, mientras el lector da libertad a la imaginación y se dibuja el final de aquella discusión musical, volvamos a Smichkov… El pobre músico, no habiendo podido alcanzar a los ladrones, volvió al lugar en que había dejado el estuche: pero ya no estaba allí la preciosa carga. Perdido en suposiciones, pasó y repasó varias veces por aquel paraje y, no encontrando el estuche, decidió que había ido a parar a otro camino.
«¡Esto es terrible ! -pensaba mesándose los cabellos y presa de un frío interior-. ¡Se asfixiará dentro del estuche! ¡Soy un asesino!» Ya había entrado la medianoche y Smichkov continuaba dando vueltas por el camino, buscando el estuche. Por fin volvió a meterse bajo el puentecillo.
«Seguiré buscando cuando amanezca», decidió.
Al amanecer, la búsqueda dio el mismo resultado y Smichkov decidió esperar debajo del puente a que llegara la noche…
«La encontraré -mascullaba, quitándose la chistera y tirándose del pelo-. ¡Aunque tarde un año, la encontraré!»
Todavía hoy, los campesinos que habitan los lugares descritos cuentan cómo por las noches, junto al puentecillo, puede verse a un hombre desnudo, todo cubierto de pelo y tocado con una chistera. Cuentan también que, a veces, debajo del puente, se oyen roncos sonidos de contrabajo.