La conciencia ética como criterio último de la acción
Por su percepción de la realidad, el sujeto se vincula a los valores que están en ella. Su conciencia se constituye en la norma a la que se ha de sujetar. Es la última instancia ética por la que la persona queda vinculada a su acción.
La conciencia se alimenta de la educación y del influjo del ambiente. La mayoría de las veces el hombre toma conciencia de lo que es y debe hacer a partir de lo que se le ha dicho, pero también a partir de lo que ve que los demás hacen o deben hacer.
Se trata de una norma interiorizada a partir de la realidad de las cosas, del ambiente y de la sociedad. Entre la diversidad de posibilidades que se le presentan al hombre en cada momento, la conciencia ofrece el llamamiento a elegir la mejor, la más conveniente.
“El juicio inmediato de conciencia” es la advertencia de la conducta recta que hay que seguir aquí y ahora. “La obligación en conciencia señala e l carácter interior de las exigencias éticas, que deriva de la realidad vinculante y que se impone como una obligación. La vida moral se basa en el principio de una justa autonomía del hombre, sujeto personal de sus actos. “La autonomía de la razón práctica” signific a que el hombre posee en sí mismo la ley que ha de regir sus actos.
La conciencia es el criterio último de obligación. Y esta conciencia surge ante la realidad de las cosas, ante sus valores y antivalores. El criterio último de la acción ética particular es la realidad y el conjunto de valores y significados, tal como lo capto y se impone a mi percepción consciente.
Interpreta mal “la obligación en conciencia” quien se sirve de ella para desatender las leyes positivas o para no dejarse afectar por la realidad vinculante. Las leyes positivas están hechas generalmente para revelar una obligación en conciencia. La obligación que no llega a la conciencia no es una norma humanizante.
La libertad de conciencia es el derecho del hombre a conducirse por su propia manera de pensar. La “libertad de conciencia” no significa vía libre para la arbitrariedad. (García de Alba, Juan Manuel: Ética Profesional, Págs. 122-124)