Paracaídas

Cuento escrito por Emilia Pardo Bazán. ¡Es tan vulgar el caso! Al tratarse de infortunios, asaz comunes, corrientes y usuales, ocurre, naturalmente, desenlaces previstos también: el disgusto momentáneo en la familia, un período de rencillas y desazones, y, al cabo, la reconciliación, que cicatriza más o menos en falso la herida, pero siquiera ataja la sangre del escándalo…

No obstante, algunas veces la realidad presenta inesperadas complicaciones, y no son los finales tan pacíficos y burgueses.

Hay siempre, en las grandes penas de la vida, un momento especialmente amargo. En apariencia, se agranda el abismo del destino, y los que a él se asoman sienten que es insondable ya. Para Celina fue este momento aquel en que participó a su madre la resolución adoptada, y vio su propia desesperación reflejada en las mejillas, ya consumidas por la edad, y en los ojos amortiguados -había llorado mucho- de la infeliz señora.

Todo padre está sentenciado a sufrir no los dolores que normalmente corresponden a una vida humana, sino los de muchas vidas. Eso es, principalmente, la maternidad: solidaridad con unos cuantos seres para sufrir doblemente lo que ellos sufran.

La madre de Celina, aquella modesta y resignada señora de Marialva, tenía el corazón, según la hermosa imagen mítica, coronado de espinas, pero espinas maternales.

De seis hijos le quedaban tres. Los otros, una niña preciosa, una flor, y dos mocetones, con su carrera terminada, habían muerto en lo mejor de la edad, del mismo mal que su padre, aunque ahora dicen los médicos que la tisis no se hereda.

Los dos muchachos que vivían, habían salido haraganes, viciosos, derrochadores, y en meses no aparecían por su casa, a menos que viniesen a pedir dinero. Uno de ellos, el más joven, acababa de ser descalificado y expulsado de un Círculo por graves indelicadezas en el juego. El único oasis donde podía reposar la señora de Marialva era el hogar de Celina, esposa de Tomás Espaldares, cosechero y exportador de vinos. El matrimonio Espaldares parecía enteramente feliz. Rico y generoso, Tomás era pródigo en obsequios a su mujer, a la cual seguía tratando con galantería de novio, y a su vez Celina, casada por inclinación, no por codicia de los millones del cosechero, estaba cada día más prendada, con la vehemencia de su sangre, tal vez mora, pues los Marialvas venían de Granada, de familia serrana y vieja. La única nube era la falta de sucesión; pero ¡había tiempo!, y la madre de Celina decía siempre: «No los desees, o pide a Dios no tenerles demasiado cariño.»

Al enterarse de la desgracia de Celina y del extraño propósito que venía a anunciar, la señora de Marialva sintió la herida en el único punto sano, en lo intacto de su vitalidad, y una palpitación violenta denunció el estado cardiaco, la sofocación cruel. Celina, tiernamente, la cuidó, prodigándole cariños, besándola, entre llanto y palabras bruscas, afectuosas.

-¡Mamá, no te aflijas; todo tiene remedio en el mundo! Dentro de dos años estaré acostumbrada a mi nueva condición, y es fácil que contenta y divertidísima. Y si no estoy contenta, por lo menos estaré vengada. ¡Vengarme! Debe ser muy bueno. Que sepa, que sepa cómo duele…

-Celina -aconsejó la madre, ya un poco respuesta y dominando su mal-, tú estás loca en este momento, y cuando estamos locos, hay que suspender toda determinación, porque no somos nosotros quienes determinamos, sino nuestra locura. ¡Hija de mi vida, pobre es el consuelo; pero tu caso es tan corriente: Todas, o casi todas las mujeres, hemos…, hemos…!

-¡Mamá -suspiró Celina con ternura respetuosa-, si mi caso es corriente…, mi alma no lo es! Y como los casos son según las almas, ahí tienes por qué no cambia mi modo de sentir el que sea corriente el caso. No creas, a Tomás se le previene: el día en que se cansase de mí, debía decírmelo, decírmelo claro, sin ambages; nunca exponerme al ridículo, a la afrenta, a la sorpresa de la traición; a encontrarme sustituida y, ¡por quién! No, mamá; ¡si ya no lloro!; se me han secado las lágrimas. Si volviese a llorar, sería de vergüenza. ¿Sabes tú lo que es confiar absolutamente, incondicionalmente, en una persona; creer que en ella no cabe la vileza ni la mentira… y descubrir de pronto, por casualidad…?

-Sé de todas las penas -respondió la señora-. Las mujeres nacemos para eso: para ser burladas… y perdonar.

-¡Según! Yo no soy tan buena, ¡no! Cada uno, te lo he dicho, siente y quiere con su propia alma. No he salido a ti; saldré a algún abuelo vengativo. ¡Quiero vengarme! ¡Única dicha que ya me queda!

-Pero ¡si vas a empeorar tu situación!… ¡Si te haces daño a ti misma!… ¡Si te vengas suicidándote!…

-¡Y quién no te dice que eso es lo que busco! -exclamó Celina con tan desconsolada expresión, que la madre se echó a llorar de nuevo-. ¡Vamos, no llores, mamita, no llores!… ¡Creí que había agotado el sufrir, y me faltaba eso!…, ¡el peor rato! A bien que, desde mañana, ¡viva la alegría! ¡Cuánto voy a reírme! Adopto una profesión festiva. Tomás no tendrá nada que decir. ¿No me vendió por una actriz de teatrillo? Pues cupletista me hago. Dicen que sirvo admirablemente para el oficio. Parece que tengo la figura, la voz, los movimientos…, todo.

Soltando una carcajada sardónica, se colocó en actitud de dar gracias al público.

-Visto que no hay fe, ni ley, ni palabra, que todo, todo es mentira…, ¡todo, todo!, vamos a divertirnos, a reírnos, madre… Me aplaudirán muchísimo; recibiré regalos a montones; ramos de flores a cestas, como los que Tomás le manda a esa mujer; los he visto… Y también he visto las cuentas de las alhajas… Catorce mil duros, ¿eh?… No se trata de un capricho pasajero. Y tampoco en mí se trata de una pasajera manía. Cada mañana, en los periódicos, encontrará detalles de mis triunfos, de mis piruetas, de mis gorgoritos… ¡Oh! ¡Que tenga paciencia; era cosa convenida entre nosotros que el engaño da derecho al desquite!

-Tu marido puede oponerse a que hagas ese género de vida.

-¡Se guardará! -replicó Celina, sombríamente-. Sí, usando de facultades que la ley no debiera darle (ya que la ley no le vedó partirme el corazón); ¡entonces me acordaré de que hay tantas cosas que la ley no puede prohibir!…

La señora tembló. Su palidez se hizo azulada. Se llevó al pecho la mano.

Celina la abrazó otra vez estrechamente.

-¡Mamá, no te pongas enferma, no te mueras! Si la maldad de ese hombre me cuesta, además de mi felicidad, tu vida, entonces…

Un relámpago fiero brilló en los árabes ojos de la granadina.

-Ya sabes que soy mujer que cumple lo que dice. Te advierto que en el primer momento pensé en esa solución, y era la más justa. Habíamos convenido también en que si yo le engañase con falsedades y mentiras, era natural que me matase. Es él quien engaña; luego es él quien debe morir. Si te molesta mucho que yo cante en escenario, dilo…, ¡y se cumplirá de otro modo la justicia! Porque, cumplirse…, eso, ¡no hay remedio!

La madre miró a su hija y comprendió. Sobre aquel cerebro, envuelto en una nube roja, no actuaban, no podían actuar, ni el consejo, ni la escéptica y resignada filosofía de «mal de muchas…» Quizá más tarde se pudiese influir sobre aquella alma infernada. En aquel momento, no.

-Te doy palabra -murmuró la señora, con heroico esfuerzo- de no enfermar, de no morir… Tú sigue tu impulso… Pero, como no has de andar por el mundo sola, iré contigo… ¿Me lo permites, Celina? ¿Me lo permites?

La hija se arrodilló y besó las manos trémulas.

-Sí, vente, madre… ¿Quién sabe si me salvarás?