Fragmento de Cartas sobre educación infantil

Apreciado Greaves:

La regla que deseo dar a la madre en lo referente al desarrollo incipiente delentendimiento infantil es la siguiente: No debes limitarte a actuar en el hijo, sino que has de procurar que éste mismo actúe en su educación intelectual.

Quiero explicarme sobre un postulado que podríamos formular así: La madre ha de pensar en que su hijo no debe poseer únicamente la facultad de observar ciertos hechos o retener determinados conceptos, sino también la de reflexionar independientemente de las ideas de otros.

Muy bien está que a un niño se le haga leer, escribir y repetir las cosas, pero es todavía más importante enseñarle a pensar. Podemos aprovecharnos de las opiniones de los demás y sacar alguna ventaja del hecho de conocerlas; pero podemos, además, hacernos nosotros mismos útiles a las otras personas mediante el trabajo de nuestro propio entendimiento, los resultados de nuestras investigaciones personales y también por medio de aquellas ideas y realizaciones que podríamos denominar nuestro patrimonio intelectual.

Me refiero a aquel patrimonio de bienes intelectuales que todo el mundo, incluso la persona más modesta, puede adquirir a lo largo del camino de la vida. Estoy aludiendo a aquel hábito de reflexión que en cualquier situación de la vida nos libra de comportarnos estúpidamente y a consecuencia del cual examina uno todo cuanto le viene al entendimiento; aquel hábito de reflexión que descarta la presunción del ignorante y la ligereza de un saber superficial, que puede llevar a la persona a la humilde convicción de que sabe poco sin duda, pero también a la honrosa conciencia de que eso poco que sabe lo sabe bien.

Nada hay que contribuya tanto a que se cree ese hábito como un pronto desarrollo del pensar en la inteligencia infantil, entiéndase del pensar ordenado y personal. La madre no puede consentir que se la quiera apartar de esa tarea por pretenderse que el entendimiento infantil es aún incapaz de esfuerzos de esta índole.

Siempre me fiaré más del saber de una madre adquirido por la experiencia y los esfuerzos a que le ha movido su amor maternal, de ese saber empírico incluso de una madre ignorante, que de las especulaciones teóricas de un filósofo extraordinariamente ingenioso. Lo que ante todo importa es que comience a actuar en ello, pues luego continuará ya espontáneamente.

Ocupada en desplegar los tesoros del entendimiento infantil y en abrir un mundo de pensamientos hasta ahora adormecidos, poco caso hará de aquellos filósofos para quienes el entendimiento humano se halla, al principio, totalmente desprovisto de contenidos.

Lejos de atormentarse con la embrollada cuestión de si hay ideas innatas, se sentirá satisfecha cuando vea desarrollarse bien las facultades innatas del entendimiento. Si una madre pide que se le indiquen las cosas que mejor pueden servir para desarrollar el pensamiento, le responderé que cualquier objeto vale para ello si se lo emplea de un modo tal que se acomode a las facultades del niño.

No hay cosa alguna tan insignificante que no pueda hacerse interesante en las manos de un hábil maestro, cuando no por su propia naturaleza, al menos por el modo como es tratada. Para un niño todo resulta nuevo. Es cierto que el encanto de la novedad pasa pronto; acaba con él no sólo la orgullosa superioridad de los años maduros, sino también la impaciencia propia de la niñez.

Cuando digo que cualquier objeto sirve para dar una enseñanza intuitiva, esto ha de entenderse literalmente. No hay ni siquiera un solo acontecimiento tan insignificante en la vida del niño, en sus juegos y en sus horas de esparcimiento, o en las relaciones que tiene con sus padres, amigos y compañeros de juego; es decir, no hay absolutamente ninguna cosa de cuantas conciernen al niño, sean de la naturaleza o de las ocupaciones y habilidades de la vida, que no pueda servir de objeto de una lección en la que se proporcionen al niño algunos conocimientos provechosos y —lo que es más importante todavía— con la cual no se le forme el hábito de reflexionar sobre lo que ve y de hablar sólo después de haber pensado en ello.

La manera de llevar a cabo este sistema no debe consistir en hablar mucho al niño, sino en entablar una conversación con el niño. No hay que hacer largos discursos al niño, ni tampoco demasiado familiares o demasiado selectos; más bien habrá que llevarlo a expresarse él mismo acerca de los objetos.

No hay que tratar un asunto de un modo exhaustivo, sino que deberán hacerse preguntas al niño sobre aquél procurando que él mismo halle la respuesta y la corrija. Sería muy ridículo esperar que la fluctuante atención de un niño sea capaz de seguir una prolija disertación. La atención de un niño se extingue con las largas explicaciones, al paso que se activa con las preguntas vivas. No deben llevar al niño únicamente a repetir en iguales o nuevas palabras lo que acaba de oír.

Mostradle una determinada propiedad en una cosa y haced que luego la descubra él mismo en otro objeto. Decidle que llamamos redonda a la forma de una pelota; y si conseguís que sepa mencionar otros objetos que poseen esta misma propiedad formal, habéis actuado en el niño más provechosamente que si le hubierais hecho oír la más perfecta conferencia sobre la redondez.  Fuente: Pestalozzi, Johann Heinrich. Cartas sobre educación infantil. Clásicos del Pensamiento. Madrid: Editorial Tecnos.