Breve panorama de la industria editorial

Al inicio de la década de los noventa, la industria editorial mexicana veía el futuro con cierto optimismo. En 1993, de 759 empresas registradas en la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem), 236 (que respondieron al cuestionario anual de actividad editorial) producían 16 000 títulos al año, con una impresión total de 107 millones de ejemplares, junto con 1 100 publicaciones periódicas impresas en 800 millones de copias.

La dramática inflación y falta de liquidez de la década anterior estaban quedando atrás; y opciones como créditos bancarios y factoraje financiero abrían nuevos escenarios de negocio.

Siendo tradicionalmente una industria maquiladora, para evitar costos fijos que pueden volverse ruinosos, los editores mexicanos tienen poco control sobre la tecnología que sus proveedores eligen para proporcionarles servicios como: impresión de originales, negativos, láminas e impresión de libros terminados.

El acceso a nuevas tecnologías de producción se determina por un equilibrio dinámico entre oferta y demanda de nuevos procesos, predominando el costo como uno de los factores fundamentales de decisión.

En ese momento, la inversión en tecnología por parte de los proveedores editoriales era más bien pequeña. En el área de impresión de originales mecánicos había disponibles muy pocas impresoras láser de 600 puntos por pulgada, y las de 300 despertaban serias dudas sobre su calidad al imprimir tipografía, por lo que no eran aceptadas en los departamentos de producción.

En 1993 el costo promedio de un negativo tamaño carta impreso como línea de arte en un fotolito equivalía a cinco dólares actuales, y uno del mismo tamaño en medio tono no pasaba de ocho dólares, mientras que en una fotocomponedora, el costo podía variar entre 18 y 24 dólares. Apenas una docena de empresas prestaban servicios de preprensa digital y sus clientes eran principalmente agencias de publicidad con grandes presupuestos, y no editoriales ahorrativas.

Las grandes imprentas habían iniciado un proceso de renovación de sus plantas productivas, pero los equipos nuevos – incluyendo muchas prensas flexográficas – se dedicaban a impresiones industriales a color, menos laboriosas y más rentables que los pliegos interiores para libros con tirajes de 3 000 copias o menos.

En general, casi todas las imprentas especializadas en producir libros consideraron innecesario modificar sus equipos, y el cambio más importante fue una gradual transición de las láminas regraneadas a las presensibilizadas.

Sólo unas cuantas editoriales, menos de 200, demandaban servicios de grandes rotativas para imprimir tirajes mayores de 5 000 copias, generalmente para libros de texto y revistas a color.

En paralelo, un grupo pequeño de editoriales dedicadas a producir libros de arte empezó a buscar alternativas para elevar su calidad y disminuir sus costos.

Volvieron sus ojos a imprentas asiáticas, primero en Japón y luego en Singapur; donde obtenían excelentes precios y una calidad que en México habría costado el doble. Poco a poco trascendió que la razón era muy simple.

En lugar del laborioso método de generar selecciones a color para cada fotografía y luego injertarlas a mano en los negativos, las empresas asiáticas usaban sistemas de preprensa digital que imprimían pliegos completos de negativos (o más bien positivos).

Además, por sus altos volúmenes de impresión, era raro encontrar en sus imprentas máquinas con más de tres años de edad en operación. La idea de que la tecnología podía de hecho mejorar la calidad y abaratar costos empezó a discutirse en pequeños grupos de editores entre 1993 y 1994.

Para 1995, tras una súbita devaluación del peso frente al dólar y el inicio de una larga crisis económica, el futuro de las nuevas tecnologías no se veía muy prometedor en cuanto a la capacidad de inversión de la industria de artes gráficas. Pero ocurrieron dos cosas muy simples que cambiaron el panorama.

Primero, las imprentas y servicios de preprensa con equipo nuevo vieron disminuir su volumen de ventas abruptamente y respondieron bajando el costo de sus servicios, muchas veces a la mitad, y lanzándose a conseguir clientes en todas las áreas, incluyendo la editorial.

Por otro lado, las legiones de ejecutivos que habían sido liquidados en toda clase de empresas se lanzaron a trabajar en su casa, lo cual originó un sorpresivo repunte de las ventas de equipo de cómputo a particulares de casi un 30 por ciento a principios de 1996.

Con proveedores bajando sus costos drásticamente y una expansión muy rápida del uso de computadoras personales y programas de formación tipográfica más eficientes, 1996 fue un año de cambios drásticos en los métodos de producción editorial.

Mientras los títulos de libros publicados se estabilizaban en un promedio de 12 000 por año, la reactivación del gasto publicitario multiplicó el número de revistas mensuales en circulación hasta cerca de 4 000. Estas nuevas revistas se diseñaban enteramente en computadora, e imprimían sus negativos en fotocomponedoras. Muchos de los colaboradores externos de editoriales especializadas en libros compraron sus propios equipos, junto con impresoras de 600 puntos por pulgada, y ofrecieron el servicio de imprimir originales mecánicos de buena calidad.

La adopción masiva de la fotocomposición para selecciones de color puso en crisis los fotolitos; una selección de color tamaño carta costaba en 1996 menos de 35 dólares en fotocomponedora y más de 50 dólares en fotolito, aunque en realidad los fotolitos maquilaban sus selecciones de color a empresas que habían invertido grandes cantidades de dinero en comprar escáneres de gran formato, marcas Howtek, Crossfield o Barco, y ahora no podían competir en costo con los escáneres más pequeños y baratos, pero de igual calidad, que empezaban a usar los servicios de preprensa.

La cantidad de fotolitos en operación en la ciudad de México disminuyó de más de 6 000 en 1993 a sólo 400 en 1996, y sus tareas casi se limitaron a producir negativos para arte de línea a un costo menor de dos dólares por página frente a cinco dólares por página en una fotocomponedora. En menos de tres años las condiciones del mercado cambiaron de manera rápida y sorpresiva, modificando los costos de producción a favor de nuevas tecnologías.

En esta apertura a nuevos métodos de trabajo, las propias editoriales empezaron a comprar nuevos equipos de cómputo para hacer en casa parte o toda su producción de preprensa. El propio término: “preprensa” se popularizó entre 1996 y 1997. Los choques tecnológicos no dejaron de producirse; los encargados de las áreas de producción no entendían los equipos nuevos y se empeñaban en hacerlos trabajar imitando los procesos de antaño.

No fueron pocos los departamentos de producción donde, por un tiempo, se usaron impresoras láser para imprimir galeras que luego se pegaban a mano en cartones preimpresos con azul cian para indicar el espacio de columnas y medianiles. Tampoco fueron raros los casos de imprentas que exigían negativos con los ángulos tradicionales de 15°, 45°, 75° y 90°, rechazando como errores las selecciones de color impresas con
ángulos irracionales (con números no enteros como 106.3°) calculados por el programa de impresión para obtener mejor saturación y cobertura del color.

La tiranía de los costos sobre la adopción de nuevas tecnologías de impresión se vio claramente reflejada en un fallido intento de Xerox por posicionar su sistema DocuTech en México. Las impresoras DocuTech son esencialmente enormes impresoras láser de 600 puntos por pulgada que pueden imprimir pequeños pliegos tamaño doble oficio o hasta cuatro oficios, según el modelo, a velocidad de hasta 130 pliegos por minuto por ambas caras del papel. Xerox montó una agresiva campaña de promoción y media docena de editoriales e imprentas especializadas en libros arrendaron estos equipos y ofrecieron la impresión de tiros cortos, lo cual sonaba atractivo para editoriales universitarias, ediciones privadas y editoriales pequeñas con pocos recursos para imprimir y almacenar varios miles de copias cuando sólo necesitan algunos cientos para colocar un título en el mercado.

Desafortunadamente, parece que ni Xerox ni sus clientes editoriales calcularon muy bien los costos unitarios. Imprimir un libro de 200 páginas tamaño medio oficio con este método podía costar entre ocho y diez dólares, lo cual es igual o más que el precio de venta que debería tener.

La idea no prosperó y el negocio de la impresión sobre demanda, tanto a color como en blanco y negro, quedó limitado a clientes corporativos y agencias de publicidad que no tienen las mismas limitaciones presupuestales que los editores. La alternativa económica: la duplicación digital con tinta y master ha tenido buena acogida dentro del ámbito de la edición universitaria, pero los editores comerciales, chicos y grandes, aún prefieren confiar en la duplicación en imprenta offset.

La conversión a procesos digitales por parte de los editores mexicanos, aún en proceso, requiere todavía una buena dosis de trabajo. En particular el siguiente paso en el desarrollo tecnológico que es la impresión directa a lámina tiene aún mucho camino por recorrer antes de volverse común.

En países como España o Estados Unidos, la impresión directa a lámina permite ahorros sustantivos en las impresiones de tiros por debajo de 5 000 copias, simplemente al obviar el costo de los negativos. En el caso de la selección de color, las pruebas de color digitales ahorran hasta un 25 por ciento del costo de preprensa sólo por evitar la repetición innecesaria de negativos cuando se detectan errores, y la salida directa a lámina permitiría también ahorrar el costo mismo de los negativos.

Dadas las complicadas condiciones económicas de los últimos seis años, la oferta de estos procesos es todavía muy reducida, con no más de una docena de imprentas ofreciendo el proceso, pero sus costos unitarios deberán atraer pronto una demanda suficiente para incitar a los impresores a invertir en equipo nuevo.

La última frontera tecnológica: el uso de redes de cómputo, locales para procesos de trabajo en grupo, y remotas como Internet para promoción y distribución, tardará todavía más en adoptarse de manera generalizada, puesto que no refleja a corto plazo ningún ahorro en los costos de producción, y por ahora parece representar simplemente un gasto. Recuerdo vivamente el alivio reflejado en los editores mexicanos que regresaban de la Feria del Libro de Frankfurt al comentar cómo había disminuido la cantidad de discos compactos presentes en las exhibiciones de 1993 y 1994.

Los discos compactos nunca penetraron en el mercado editorial mexicano, porque su producción representaba costos muy altos y difíciles de absorber en el pequeño mercado de los usuarios de computadoras en México y América Latina a mediados de la década. Casi toda la oferta de CD-ROM se limitó a traducir títulos producidos en inglés, y muchas editoriales importantes en este medio (Pearson, Bertelsmann y Dorling Kindersley, entre otras) han reducido sensiblemente su inversión.

Pero eso no significa un retroceso en el uso mundial de medios electrónicos, sino un cambio: pasar de invertir recursos en producir multimedia para discos compactos a producir páginas de Internet primero, y ahora usar la Red para distribuir materiales directamente al usuario final (que los editores aún gustan en llamar lector).

Fuente: Apuntes Diseño Editorial de la U de Londres.